En el año 1835, mientras el país se enfrentaba duramente en las guerras carlistas, se extendió por España, por primera vez, una epidemia de cólera. Córdoba no fue una excepción y pronto, pese a haberse extremado las medidas de prevención, la enfermedad entró en la ciudad y comenzó a cundir el pánico entre la población.
El miedo al contagio era tal que los muertos por la enfermedad eran enterrados a toda prisa, con el fin de evitar, aun saltándose las tradiciones establecidas, que la familia pudiera contraer también el mal.
Esto ocurrió con un vecino linero, de apellido Martínez, de la ya mencionada calle Almonas, que enfermó gravemente ante la impotencia de su mujer e hijos. Tan consumido estaba, que un día cerró los ojos y, la mujer, entre llantos, mandó llamar a varios voluntarios para que trasladaran el cuerpo hasta los cementerios extramuros donde se acumulaban los fallecidos.
Le trasladaban en su caja camino de Puerta Nueva para sacarlo de la ciudad, cuando el linero volvió en sí, y comenzó a golpear la madera mientras preguntaba a voces a dónde le llevaban. Aterrorizados, los hombres dejaron caer el rústico ataúd, del que salió, confuso, el enfermo, que se dirigió tambaleante a su casa.
Al verlo entrar, la mujer se arrodilló ante él y comenzó a exclamar con asombro que su marido había vuelto del más allá. Las demás personas presentes también se maravillaron de lo sucedido, y cuando la mujer empezó a preguntarle por sus propósitos, y sobre cuántas misas quería que se le dijeran, el marido, cansado, no supo ya cómo hacerla entrar en razón. De manera, que haciendo acopio de fuerzas, y para demostrar su naturaleza carnal, nos cuenta Ramírez de Arellano que la emprendió a silletazos (sic) con los presentes, hasta que, una vez más tranquilos todos, pudo explicarse ante ellos.
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