jueves, 31 de enero de 2008

La parroquia del Salvador

De las catorce parroquias fundadas por el rey Fernando III después de la conquista cristiana (Barrios del siglo XIII), sólo dos han sido totalmente destruidas, no quedando resto alguno de ellas. Son las de Omnium Sanctorum, ya conocida, y la del Salvador, cuyo barrio cubría el extremo nororiental de la Villa desde la calle de Torres Cabrera hasta Alfaros. La parroquia del Salvador se encontraba en la esquina de la calle Alfonso XIII con María Cristina (antiguamente calle del Arco Real), es decir, justo delante de lo que hoy es la puerta principal del IES Maimónides.


Con un aspecto similar al que hoy presentan Santa Marina o San Lorenzo, la iglesia iba acompañada de una torre muy robusta y de gran antigüedad. El aspecto de fortaleza de este campanario y algunas otras tradiciones hacían pensar que esta iglesia era en tiempos del los visigodos el templo de San Jorge, donde se habrían refugiado los últimos combatientes cuando la invasión musulmana. Este es un episodio confuso, aunque la mayoría de los autores lo ubican en realidad en la basílica extramuros de San Acisclo (Córdoba nace al Islam).


Sometida durante décadas a la presión de las vecinas monjas del Espíritu Santo, rebeldes hasta llegar en ocasiones cerca del vandalismo, la iglesia del Salvador fue literalmente invadida por ellas en un descuido del párroco, probablemente a principios del siglo XVIII, anexionando a su convento una parte del templo. Lo insostenible de esta relación, unido a la estrechez de Santo Domingo de Silos, forzó la búsqueda de una solución común, alcanzada con el traslado de las dos parroquias a la iglesia del Colegio de Santa Catalina, que se produjo el 16 de diciembre de 1782. Esta iglesia de la Compañía se encontraba sin uso desde la expulsión de los Jesuitas, ocurrida quince años antes.


La iglesia del Salvador quedó así unida por completo en uso y destino al convento contiguo, de manera que tras su desamortización a mediados del siglo XIX se procedió a su demolición, y las piedras de un edificio tan histórico sólo sirvieron para la construcción de la plaza de toros de los Tejares.

lunes, 28 de enero de 2008

Don Juan, el último bohemio

En una ciudad moderna en la que las personas se reducen a puntos en movimiento, en que miles de coches aturden los sentidos, en que repetitivos bloques de pisos-colmena se levantan en Poniente, se hace más necesario conservar, admirar y conocer lo poco que va quedando de singular y único.

Con su sombrero calado, con su corbata de seda, Juan sale de su casa por la mañana atrayendo las miradas. El lo sabe y se recrea, se ajusta la pluma que le adorna la cabeza y enciende la primera pipa. Córdoba tiene el alminar de la Mezquita que asoma entre los tejados, los coches de caballos que destacan entre los atascos y a Juan Pérez Latorre, con su ropa que muchos consideran pintoresca, paseándose despacio, con elegancia, entre señoras de domingo y gañanes en camiseta, camino de su taller en Marroquíes, seis. Y si le da la gana, dando un rodeo, pasa por la Malmuerta y se queda un rato de pie, dejándose ver, marcando su territorio que es toda esta ciudad.

Sastre, modisto y, sobre todo bohemio. Su codo ha tenido hueco y conversación en todas las tabernas del centro, empezando por las de Santa Marina, y sus dominios se extienden por San Agustín, donde algún caminante sin prisa puede haber reparado en la foto suya que asoma en una puerta.


Valenciano convertido en cordobés, Juan florece en mayo, cuando el color y la gente inundan la casa patio, y él apura su trabajo pendiente para las fiestas porque no quiere, por nada del mundo, perderse el día en que el pueblo le reconoce como único: la becerrada de homenaje a la mujer cordobesa, en la que entra con ropa femenina, ante la sorpresa de las menos avisadas.


Más allá de lo que nos pueda contar sobre él un artículo de prensa pegado en una puerta, la alegría de tenerle en el barrio pasa por la sorpresa constante que supone verle con un traje nuevo, llenando de color la calle Moriscos y resistiéndose a la invasión de la monotonía desde su trinchera de agujas, rosales y macetas de la calle Marroquíes.

viernes, 25 de enero de 2008

Todos los pueblos del Profeta

Al hablar de la dominación musulmana de la península ibérica da la impresión de que fue un único e imparable ejército el que entró por Gibraltar en 711 y gobernó el país durante ocho siglos. La realidad es muy distinta, ya que Al Andalus fue el resultado de una mezcla, en ocasiones explosiva, de tribus, etnias y orígenes culturales entremezclados, sin los cuales no se puede entender el relato del crecimiento y declive del Califato.


Los muladíes se convirtieron, una vez asentado el poder de los emires de Córdoba, en el grupo más numeroso. Eran nativos hispanorromanos que se convirtieron al Islam por un proceso de asimilación cultural. En algunas zonas, no en la nuestra, había también un importante componente germánico resultado de la ocupación visigoda, que aquí fue de escasa duración.


Los mozárabes y los judíos fueron las minorías religiosas presentes en Qurtuba, siendo los primeros aquellos cristianos que decidieron conservar su religión, en ocasiones pagando un impuesto especial al emir. En las épocas turbulentas, estas comunidades estuvieron expuestas a los odios religiosos en inferioridad de condiciones.


Aún mayor era la mezcla entre los invasores musulmanes. Los primeros en llegar (Córdoba nace al Islam) fueron los beréberes, soldados norteafricanos dependientes del Califa de Damasco, que había sometido su tierra y los había incorporado a su disciplina. Sus familias, clanes enteros en ocasiones, se asentaron, por ejemplo, en la zona del valle de los Pedroches.


Los árabes, cuya expansión con origen en La Meca abarcaba ya desde Marruecos hasta Persia, estaban divididos en dos facciones principales. Por un lado estaban los qaysíes o árabes del norte, y por otro los kalbíes, yemeníes o árabes del sur. Ambos grupos estaban históricamente enfrentados por el control de la península arábiga, y desplazaron sus enfrentamientos a Al Andalus.


Además, las distintas guerras civiles andalusíes provocaron la llegada de contingentes militares sirios o yunds, afines a los qaysíes, pero que se establecieron de forma autónoma en diversas zonas, como ocurrió en Cabra, Aguilar y Baena, en compañía de otros árabes del norte.


Esclavos africanos y europeos completaban el mosaico de pueblos, llegado a ocupar con la madurez del Califato altos cargos de la administración civil y militar, a medida que iban adquiriendo la condición de hombres libres.

martes, 22 de enero de 2008

Andenes vacíos: el cierre de la estación

Pasó a la historia engullida por el progreso, se fue casi con el siglo que la vio crecer. Un veintidós de agosto de mil novecientos noventa y cuatro, atorrante, al rojo los raíles, salió de ella el último tren, camino de una nueva imagen para la ciudad.

La estación de Córdoba murió y ni siquiera se respetó su eterno descanso, con su negligente transformación en irreconocible edificio de alta tecnología, tan desastrosa que al San Rafael que preside la plaza (que ya no lo es) le han dado la vuelta para ahorrarle el perpetuo disgusto.


Esta es la foto del último suspiro del edificio de paredes encaladas en que todos los cordobeses de más de quince años aprendimos lo que era un tren, mirando embobados el lento y poderoso inicio de su marcha.


Algunos vieron pasar este tren por debajo del monstruoso, a ojos de un niño, viaducto del Pretorio. Se bajaron por última vez las barreras del paso a nivel de los Santos Pintados y, al subirse de nuevo, lo hicieron como se abren los ojos tras un sueño. La ciudad dio unos pasos por las vías desiertas y se frotó los ojos, distinguiendo el silo al final del inmenso espacio libre. Había comenzado el nuevo siglo.

sábado, 19 de enero de 2008

Abbas Ibn Firnas (III): el puente

Córdoba, escenario de la tan recordada hazaña del científico Ibn Firnas, no había seguido hasta ahora el ejemplo de otros lugares del mundo, y carecía de un recordatorio específico para este hombre.

Sin embargo, la situación va a cambiar, y en los próximos años el hombre pájaro del siglo IX será una de las personas más conocidas de la ciudad. La causa es que se ha decidido dedicarle el nuevo gran puente que se construye, sin que lo sepa mucha de la gente que vive en las cercanías, sobre el Guadalquivir, a su paso por Córdoba.

El nuevo puente Abbas Ibn Firnas se construye junto con el resto de la Variante Oeste de Córdoba, que saldrá del enlace de la A-45 (Autovía de Málaga) con la A-4 y conectará con la carretera del aeropuerto, llegando probablemente hasta la de Palma del Río. Las obras se pueden ver en fotos de satélite, cerca del cortijo de Casillas, al sur de la Torrecilla.

Medirá unos 270 metros de largo y su línea será muy modernista, con dos enormes arcos a modo de alas de la figura central, que representará al científico andalusí. Se puede ver una recreación en 3D en el "Simuladero", en los enlaces que hay a la derecha.

jueves, 17 de enero de 2008

Abbas Ibn Firnas (II): el homenaje

La hazaña de Ibn Firnas en el siglo IX le convirtió en un héroe del mundo musulmán, mientras que en Occidente se le ha relegado a la introducción de los libros de historia de la aviación. Es enorme el número de calles que se le han dedicado, los niños aprenden su nombre en las escuelas y en Libia incluso han publicado sellos con su imagen. Existen universidades "Ibn Firnas", así como recreaciones escultóricas de su vuelo en diversos países. De entre todos los reconocimientos, podemos destacar dos por encima de los demás.

En Bagdad, una gran estatua que representa a un hombre alado preside la carretera que lleva hasta el aeropuerto internacional de la capital, mientras que un segundo aeródromo ha sido nombrado como el científico andalusí. Sorprendentemente, parece que el monumento ha sobrevivido a estos años violentos y sigue en pie.


Por último, en un honor que muy pocos hombres y mujeres han tenido, se eligió a Abbas Ibn Firnas como merecedor de quedar inmortalizado al ponerle nombre a un cráter lunar. En la cara oculta de la luna, flanqueado por los cráteres King, al suroeste, y Oswald, mayor en tamaño, al norte, el cráter Ibn Firnas tiene un diámetro de unos noventa kilómetros.


En su momento, se unió a una corta lista de sitios de impacto con nombres de personajes célebres del mundo musulmán, de los cuales el médico persa de los siglos X-XI Ibn Siná (Avicena) es el más conocido en Occidente.


Coordenadas del monumento a Ibn Firnas en Bagdad (hay una referencia en Google Earth): 33º 16’ 39’’ N, 44º 16’ 21’’ E.

lunes, 14 de enero de 2008

Abbas Ibn Firnas (I): el vuelo

Escucha aquí la historia de Ibn Firnas, contada por Juan Antonio Cebrián, Carlos Canales y Jesús Callejo

Un grupo de personas sale de sus casas, en los incipientes arrabales occidentales de Qurtuba, de buena mañana, cuando el sol comienza a calentar y se forman en el aire corrientes térmicas que impulsan a las aves hacia el cielo. Se dirigen al norte, remontando el curso del wadal-Rusafa, el que sería llamado más adelante arroyo del Moro, una tibia mañana, pongamos que de primavera, del año 875.

Son tiempos difíciles en la capital andalusí, se palpa en el ambiente la posibilidad de una sublevación de los cristianos convertidos al Islam (muladíes) y de los mozárabes, y el emir Mohamed I ha enviado a parte de su guardia a vigilar la extraña concentración de gente a varios kilómetros al noroeste de las murallas, cerca de la zona donde su antepasado Abderramán I el Emigrado, el primer emir de Al Andalus, construyó el palacio de la Rusafa.

Pero nadie, en realidad, tiene otra preocupación que no sea la salud del viejo Ibn Firnas. Que se sepa, no está enfermo, pero la gente sospecha que podría estarlo en un breve período de tiempo. Unos minutos, quizás, porque allí, a lo lejos, sobre una colina (que algunos identifican con las cercanías de Medina Azahara y otros acercan más al Tablero), se recorta la silueta de Abbas Ibn Firnas, un genio, un científico nacido en Ronda pero formado en la corte de los emires, un hombre que a sus sesenta y cinco años ve llegado el día de cumplir su gran sueño.

Alguien comenta en voz alta: “Va a hacerlo otra vez”. O a lo mejor no, porque hay quien no cree que fuera el propio Firnas quien se tirara del minarete de la mezquita Aljama, la mayor de Qurtuba, en 852, agarrado a una lona a modo de paracaídas. Esta vez sí es él quien aparece cubierto de plumas de buitre, con dos grandes alas de madera y tela a ambos lados de su cuerpo, mientras brilla al sol el pequeño amuleto de cristal que le cuelga del cuello.

“Se va a matar”, se oye, muy bajito. Pocas voces se resisten a su llamada al silencio general. Menos aún cuando comienza una penosa carrera entre los chaparros, lastrado por los años y el armatoste que lleva a la espalda, y se aproxima al borde de la pequeña meseta. Después de un madrugón y sin desayuno en el estómago, Ibn Firnas salta a la nada.

Ojos como platos, manos en la frente. Mentes en blanco y caras de sorpresa, admiración, envidia, temor. Tras una breve caída, el viejo Firnas ha remontado el vuelo y planea como una hoja en dirección a la ciudad, mecido por el aire cálido que sube de los campos. Los niños le siguen a la carrera colina abajo, los pájaros se espantan y los guardias envían al novato corriendo al Alcázar, a dar la noticia, porque por nada del mundo se perderían ellos el espectáculo.

Firnas evoluciona en el cielo con confianza, pasan los minutos y no parece estar dispuesto a bajar. La sonrisa en su rostro ilumina la capital, mientras él disfruta de una vista que está vedada al resto de los mortales.

Pasados diez minutos, le falla una corriente y se ve obligado a perder altura y tomar tierra. Volvió a la memoria de todos el loco del minarete cuando las piernas del genio crujieron contra el suelo, en un grito de dolor del pájaro humano. Pero ya estaba hecho. El viejo era feliz. Y durante doce años, todas las noches, vio al cerrar los ojos una ciudad blanca, amurallada, extendiéndose bajo él en la vega del Guadalquivir.

viernes, 11 de enero de 2008

El Camino de las Almunias

En la Córdoba desbordante del siglo X, que se desparramaba por los bordes de lo imaginable sobre un plano, hubo dos focos de poder: uno era fruto del paso de los siglos y la tradición, el otro producto de la supremacía absoluta del Califato cordobés. El primero de ellos era el Alcázar andalusí, el palacio de los emires, en la esquina suroccidental de la Medina, entre la mezquita Aljama y la muralla.

El segundo era el Alcázar de la ciudad de al-Zahra’, Medina Azahara, durante siglos olvidada, caricaturizada por historias de califas enamorados y campos de almendros en flor que se debaten entre la leyenda y la realidad.


Entre ambos centros neurálgicos discurría un camino, construido probablemente ex profeso, pavimentado en su totalidad, que en poco tiempo se convirtió en la vía protocolaria de acceso a la nueva ciudad palatina de la falda de la sierra. Hoy lo conocemos como el Camino de las Almunias porque atravesaba, dando un gran rodeo hacia el sur, las grandes fincas de las afueras, pasando por una de las más importantes, al-Na’ura, que se situaba al poco de pasar la curva hacia el noroeste.


El Camino de las Almunias era recorrido por las embajadas que llegaban a visitar al Califa, ya procedieran del reino germano de Otón I, del Imperio Bizantino de Constantino VIII o de los reinos cristianos del norte, en cuyo caso, por regla general, su moral se veía tan aplastada por la opulencia del trayecto que estaban dispuestos a firmar cualquier tratado una vez llegados al Salón del Trono en Medina Azahara.


Los puentes construidos cruzaban cuatro arroyos desde la salida de Qurtuba, incluyendo el arroyo del Moro y Cantarranas. Tras pasar al-Na’ura, el trazado rectilíneo del camino y la orografía de la zona permitían al comerciante, al mensajero, al asombrado viajero contemplar, en la lejanía, entre crecientes arrabales, la ciudad escalonada a la que se accedía por la puerta sur, la de la Estatua o las Cúpulas que hoy buscan con afán los arqueólogos. Caminaba por calles rectas, amplias, en dirección al Alcázar, en la zona alta, donde se abría la Bab al-Sudda, la puerta que recibió el mismo nombre que aquella de la que salía el camino en el Alcázar emiral, y descansaba finalmente, si era tan afortunado de que se le permitiera, en los jardines de palacio, volviendo la vista atrás y contemplando el mar de casas que se extendía ante sus ojos.


Cuentan las crónicas que en el momento de máximo esplendor de Córdoba y Medina Azahara, los arrabales de ambas ciudades llegaron a tocarse, formando una sola urbe. Es la ciudad que fue, y no volvió a ser. El sueño de cualquier investigador, escondido bajo las parcelaciones de la carretera del aeropuerto.

martes, 8 de enero de 2008

Un mal día en la vida de Ambrosio de Morales

Ambrosio de Morales da nombre a la calle que, paralela a la de la Feria, lleva desde Claudio Marcelo hasta la plaza de Séneca, cerca del Museo Arqueológico. Olvidado hace mucho tiempo por la mayor parte de los cordobeses, es uno de los hombres más ilustres que ha dado esta tierra. Nacido en 1513, estudió en la Universidad de Salamanca desde muy joven, volviendo a Córdoba para ordenarse fraile jerónimo y continuar sus estudios en Alcalá de Henares.

Hombre especialmente dotado para la cultura, fue tutor de los niños de
la Corte de Madrid, hasta que Felipe II le nombró Cronista y comenzó a recorrer el reino, escribiendo miles de páginas que nos permiten ahora reconstruir la sociedad del momento. Ambrosio de Morales innovó en la investigación histórica, usando como fuentes de información objetos antiguos procedentes del estudio arqueológico, sin ceñirse como hasta entonces se hacía a las fuentes escritas.

Ahora bien, todos esos datos están disponibles en cualquier enciclopedia o página de información general. Lo que no he encontrado más que en un libro, los “Casos Notables”, es la historia de un mal día para este caballero. El día en que, agobiado por las tentaciones carnales que le atosigaban en sus tiempos de fraile en el monasterio de San Jerónimo de Córdoba, mientras celebraba la misa, tomó la decisión de acabar de una vez por todas con sus problemas de conciencia. Y “
resolvió de hacer un hecho que sólo de oírlo pone temor; […] quitar la ocasión de su inquietud”.

Que lo cuente, mejor, el escritor, que a mí me da no sé qué:


El modo de ejecutar el suplicio fue de esta manera. Levantó una tapa de una arca [sic] grande, puso en el canto una cosa delgada y puso a peso el sacrificio, y dejando caer la tapa, el gran peso que de suyo tenía, y lo que se le aplicó, dividió de su tronco lo que había sido tan connatural”. Su padre, famoso médico y profesor en Alcalá, manifestó a su mujer mientras le curaba: “yo loco, y vos loca, ¿qué había de nacer sino un hijo loco?”.

Ambrosio de Morales, que falleció en el año 1591 en el Hospital de San Sebastián (lo que hoy es el Palacio de Congresos, frente a
la Mezquita), yace hoy en San Hipólito, bien acompañado por los reyes de Castilla que, como él, son ya invisibles e inexistentes para los que pasamos andando deprisa por el bulevar.

sábado, 5 de enero de 2008

La Escuela de Veterinaria

A finales del siglo XVIII se proyectó y aprobó un plan para comenzar de forma regulada a preparar veterinarios en escuelas habilitadas a tal efecto. La idea inicial era comenzar con dos centros, en Madrid y en Córdoba, dada la importancia económica que en nuestra región tenía el comercio animal, tanto de caballos como de ganado bovino y porcino.

Mientras que el plan funcionó para Madrid (se inauguró la Escuela en 1792), no quedaron recursos ni personal para emprender la marcha en Córdoba, que tuvo que esperar más de medio siglo para ver de nuevo estimuladas sus aspiraciones. La Real Orden del 19 de agosto de 1847, de Isabel II, autorizaba la creación de dos escuelas llamadas subalternas en Córdoba y Zaragoza, que serían completadas con otra más en León pocos años después.


Don Enrique Martín Gutiérrez, veterinario madrileño, fue nombrado Director en funciones y encargado de buscar un emplazamiento para la Escuela Especial de Veterinaria de Córdoba. Después de inspeccionar todos los edificios del patrimonio del Estado en la ciudad, eligió el antiguo convento de la Encarnación Agustina, en la calle del mismo nombre que hay en el barrio de San Pedro, que quedó dividido entre la Escuela y el cuartel de la Guardia Civil.


De este modo, el día 1 de noviembre de 1848, trece alumnos y algunos oyentes voluntarios acudieron a la primera clase de la que sería Facultad de Veterinaria de Córdoba, que estaba constituida por su Director, un profesor agregado (D. Agustín Villar González y cuatro personas para administración y servicios.

miércoles, 2 de enero de 2008

Casos Notables de la Ciudad de Córdoba

Existe en algunas casas de Córdoba un pequeño tesoro, poco común, poco conocido, esperando a ser descubierto. Un antiquísimo manuscrito rescatado por Menéndez Pelayo y la Sociedad de Bibliófilos Españoles a mediados del siglo XX, para ser convertido en edición limitada, primero, y algo más extendida a principios de los ochenta.


Los “Casos Notables de la Ciudad de Córdoba” saltaron así por fin a las librerías locales, adonde han vuelto desde 2003 en forma de tercera edición. Las pocas copias que existieron siglos atrás, bajo los nombres de “Casos Raros de Córdoba”, “Diálogos entre Colodro, Escusado y Osario. Casos Especialísimos de Córdoba” y otros por el estilo, habían estado en poder de literatos, academias y cronistas, que hacían referencia a la obra con cierta frecuencia.


El libro es anónimo, escrito probablemente por un padre jesuita procedente de una familia noble, y se estructura en unos noventa relatos cortos de leyendas y hechos históricos de Córdoba. Dos cordobeses, llamados Colodro y Excusado (a imitación de dos puertas de la ciudad) comparten, lejos de su tierra, sus conocimientos sobre temas de la nobleza, personajes célebres, misterios y habladurías.


Entre muertos aparecidos, encantamientos, amores de monjas y frailes, peleas callejeras de Góngora, trapos sucios de los caballeros Veinticuatro y duelos de honor, el autor nos lleva a un viaje en el tiempo hacia la primera mitad del siglo XVII, contando tanto y tan detallado que resulta natural que tratara de esconder su identidad.


“Casos Notables de la Ciudad de Córdoba”
Anónimo (editado por Fco. Baena Altolaguirre)
Tercera edición, 2003
308 páginas