jueves, 29 de noviembre de 2007
San Juan y el Omnium Sanctorum
lunes, 26 de noviembre de 2007
Córdoba vive: el Hombre Río
Córdoba se refresca en los pies descalzos e invisibles de su Hombre Río, rejuvenece y comprueba que aún es posible seguir inventándose, asombrar a sus gentes y confundir a sus políticos. El Hombre toma personalidad propia a medida que entra en la retina de la gente somnolienta; gira su cabeza y contempla la ciudad que le ha dado a luz.
Educado, se aparta de los sotos y busca su lugar sin estorbar a la vista del casco histórico, disfrutando de
Sorpresa, aún hay en Córdoba alguien capaz de hacer lo que a nadie se le había ocurrido, de regalarle a la ciudad un símbolo sin que se lo haya pedido. Y mientras el Hombre Río, rehabilitado, posaba para YouTube con su bandera blanquiverde, se daba cuenta de que era un granito de arena más en la identidad común, un segundo más en la historia. Gracias a unos autores (Rafael Cornejo y Francisco Marcos) que lo entregaron a nuestra ciudad, literalmente, por amor al arte.
Arrastrado y mutilado hace unos días por las aguas que te vieron nacer, esperas ahora en algún almacén. Resístete, Hombre Río, apaga tu sonrisa, exige tu lugar. Vuelve a relajarnos con la música que acompaña tus vídeos, a distraer nuestras miradas para que nos olvidemos del puente oxidado, a confundir a los japoneses que te rebuscan en sus guías. Vuelve al Guadalquivir, donde Córdoba te espera asomada al murallón.
viernes, 23 de noviembre de 2007
Juan Bernier
El carloteño Juan Bernier (1911-1989), le dedicó este soneto a Córdoba antes de que Córdoba le dedicara a él una plaza.
Amarillo perfil de arquitectura
de cúpulas y torres coronado,
torso de duro mármol cincelado,
estatua de ciudad. Córdoba pura.
Abres al valle virginal figura
a la que el Betis besa enamorado
y en tu más alta torre reflejado
el oro de tu Arcángel te fulgura.
Arena y cal, olivo, serranía,
enhiesto pino, palmeral ardiente
ciñen tu delicada argentería.
Relicario de siglos donde Oriente
engarza en vesperal policromía
tu albo destello ¡oh perla de Occidente!.
Poeta del grupo Cántico, superviviente de
martes, 20 de noviembre de 2007
¡Vikingos!
Nadie pudo imaginarlo, y nadie parecía capaz de pararles. Correos a caballo volaban hacia Qurtuba, a finales de septiembre de 844, con la peor noticia que el emir Abderramán II podía esperar.
Por la desembocadura del Guadalquivir, uno de los lugares más tranquilos de Al Andalus, estaban pasando sin cesar decenas de enormes barcos de guerra, orlados de remos que se movían siguiendo la cadencia de estridentes tambores. Velas rayadas, rojas y blancas, terroríficas figuras en las proas, cortando a contracorriente las aguas del río, y las miradas fijas de los guerreros del norte, que helaban la sangre de los habitantes de las orillas cuando los barcos se acercaban a ellas. Una flota de ochenta drakkars vikingos se dirigían por la vía rápida al corazón del emirato cordobés.
El sur de la península Ibérica estaba casi desguarnecido, con las tropas bereberes y sirias combatiendo a los cristianos en el norte, y Abderramán tuvo que echar mano de las divisiones locales cordobesas y de parte del ejército que se hallaba al norte de Sierra Morena.
En pocas horas, los drakkars alcanzaron la ciudad de Isbiliya y miles de vikingos, acostumbrados a este tipo de batallas, desembarcaron para pasarla a sangre y fuego. Las murallas fueron superadas, las mezquitas destruidas, los habitantes asesinados. El gobernador y un grupo numeroso de sevillanos huyeron hacia Carmona, donde se encontraron con el ejército cordobés de Abderramán II.
Pasada una semana, según algunas fuentes, o hasta un mes, según otras, se libró en Tablada, a las afueras de Sevilla, una feroz batalla en la que más de treinta naves vikingas fueron incendiadas, y sus fuerzas diezmadas. Los supervivientes volvieron a embarcar a la carrera y salvaron la vida bajando de nuevo por el Guadalquivir.
Abderramán II ordenó, desde ese momento, instalar una red de atalayas de vigilancia costera por todo Al Andalus, que no pudo evitar nuevos desembarcos en la costa de Levante, e incluso contra los reinos cristianos del norte.
domingo, 18 de noviembre de 2007
Hundamos las murallas (III): aquí no ha pasado nada
jueves, 15 de noviembre de 2007
El cólera de 1835: la resurrección del linero
lunes, 12 de noviembre de 2007
Cervantes y Córdoba
Si hay un escenario recurrente para las andanzas del Quijote, éste son las ventas y posadas de los antiguos caminos españoles. Y entre las que aparecen citadas en la novela,
Hay dos mosaicos de azulejos en Córdoba que recuerdan las citas de Miguel de Cervantes. Uno lo podemos encontrar en la puerta de Osario, sobre el muro ocre, y es el que se limita a señalar que el autor “mencionó este lugar en sus obras”. El otro, situado en la misma plaza del Potro, no duda en afirmar que Córdoba fue citada “en la mejor novela del mundo”, “El Quijote”. El abolengo cordobés que tenía el escritor, según se afirma en la inscripción de 1917, le venía por parte de padre.
En “El Quijote” se cita la posada del Potro entre aquellas por las que un ventero había pasado en los años de su juventud (Capítulo III, parte primera) y vuelve a mencionarla en parecida situación en el Capítulo XVII. Hace también referencia al Gran Capitán (“renombre famoso y claro y dél solo merecido”) en el Capítulo XXXII, al hablar de una serie de libros valiosos.
Del mismo modo, y durante el “donoso escrutinio” (Capítulo VI) en que el cura y el barbero criban la biblioteca del Quijote, se menciona un libro del jurado cordobés Juan Rufo, “
- “Todos estos tres libros son los mejores que en verso heroico en lengua castellana están escritos, y pueden competir con los más famosos de Italia: guárdense como las más ricas prendas de poesía que tiene España.”
viernes, 9 de noviembre de 2007
La posada del Potro
Nada que ver con el ambiente que, según nos cuenta Ramírez de Arellano, se vivía en ella a mediados del mencionado siglo XIV, reinando en Castilla Pedro I el Cruel.
Nos habla de un mesonero contrahecho, de carácter traicionero y poco popular en el barrio. Una noche de intensa tormenta, en medio de una tromba de agua, habría llegado al Potro, a lomos de un magnífico caballo, un joven capitán del ejército castellano, que se dirigía a Sevilla a encontrarse con el Rey. Pidió posada y allí cenó, junto a otra gente de menor distinción, reparando en la que se suponía (aun sin que hubiera parecido) hija del mesonero, que también se había fijado en él. La misma muchacha que, cuando el mesonero acompañaba al capitán a la mejor habitación de su posada, le agarró de un brazo y le advirtió:
- Caballero, no durmáis.
Confuso, el viajero pasó las horas espada en mano, en un rincón de la habitación, mientras el viento y la lluvia sacudían los postigos, hasta que empezó a percibir un pequeño chirrido, como de una portezuela. Allí, entre las sombras, pudo distinguir al mesonero, esperando asomado a que se durmiera y bajara la guardia.
Le ahuyentó con la espada y saltó rápidamente a un patio donde le esperaba la joven, que le acompañó hasta las caballerizas y le despidió a toda prisa, tras pedirle:
- Caballero, idos y contad al Rey lo que pasa en el mesón del Potro.
Y antes del amanecer, ya cruzaba el puente el capitán, camino de Sevilla y de su Alcázar.
Tras el abrazo de bienvenida de Pedro I, el semblante del Rey se fue ennegreciendo al conocer las noticias que traía el capitán. Aunque bromeaba con la medida en que la mujer había hecho perder la razón al soldado, decidió ir a Córdoba en persona para comprobar sus afirmaciones.
Y así, ante la sorpresa del Corregidor, de los caballeros Treces y de todos los habitantes, se presentó el Rey en el Alcázar de Córdoba y convocó allí a toda la nobleza, dando orden de que nadie saliera hasta que no llevara a cabo una tarea personal. Con todos ellos, se dirigió hasta la plaza del Potro, y entró en la posada, donde el mesonero le recibió con grandes honores, cambiándole el semblante cuando reconoció al capitán.
La muchacha se tiró a los pies del Rey y le pidió venganza y justicia, comenzando los hombres que le acompañaban a desenterrar cadáveres de viajeros asesinados por el mesonero para robarles, uno de los cuales resultó ser el verdadero padre de la joven.
El Rey montó en cólera contra el Corregidor, a quien acusó de incompetente, y ordenó atar al mesonero a una reja, mientras que dos caballos amarrados a sus pies eran espoleados para que le despedazaran, en medio del terror de la gente. El cuerpo fue arrastrado por la calle Lineros, y el Rey advirtió al Corregidor: “Ya que no sabes ejercer en mi nombre la justicia que te he confiado, he venido en persona a enseñarte tu deber. Mas ten entendido que si a hacerlo otra vez me obligas, haré recordar en ti al mesonero del Potro”.
martes, 6 de noviembre de 2007
El Pretorio
domingo, 4 de noviembre de 2007
La fiebre amarilla de 1804: el cierre de Almonas
En cuanto llegaron las primeras noticias de que la enfermedad estaba afectando a varias poblaciones del litoral mediterráneo, se decidió que había que aprender de errores pasados y prepararse para combatir a la enfermedad con el único medio eficaz que se conocía: el aislamiento. Para ello se cerraron a cal y canto (en ocasiones, literalmente) casi todas las puertas de la ciudad, intactas aún en esa época, exceptuando las del Rincón, el Puente y Puerta Nueva, donde se colocaron hombres de confianza, entre ellos un médico que determinaba quién podía entrar y quién no. Los equipajes a los que se permitía el acceso a Córdoba eran fumigados, y los enfermos que llegaban eran enviados a
No se puede saber si, como se ha contado, fue un cargamento de lino sin fumigar lo que entró en la ciudad o un simple mosquito portador. Fuera lo que fuera, consiguió llegar a una casa de la calle Almonas (actual Gutiérrez de los Ríos), y para el 4 de septiembre habían enfermado casi todos sus habitantes y numerosos vecinos.
La concentración de casos en el barrio de San Andrés alcanzó tal nivel que, a pesar de que ya se habían extendido los enfermos por toda la ciudad, se tomó la decisión más drástica. Se levantaron muros en todas las calles que afluían a las calles Almonas, Huerto de San Andrés y Carretera, como se ve en la imagen, quedando aislado todo el barrio entre
Mientras, en el resto de la ciudad, se delimitaban los espacios en los hospitales para los enfermos de fiebre amarilla, y se habilitaban cementerios en exclusiva para ellos. Más de 1.500 cordobeses murieron víctimas de la enfermedad hasta que, el día 26 de noviembre, se hizo público el fin de la epidemia, celebrándose con fiestas y ofrendas en las parroquias a la vez que se echaban abajo los tabiques de cuarentena.
viernes, 2 de noviembre de 2007
La Chiquita Piconera
Entre continuas interrupciones de su recelosa mujer, que eran agradecidas con alivio por la propia Chiquita, y que malhumoraban al maestro, pasaban los trazos y los días, y el hombro de María Teresa se estremecía de frío en aquellas últimas semanas de invierno.
Invierno que, para ella, duró toda la vida, por la tristeza y el dolor que le causaron los rumores, la incomprensión y la maldad que amargaron sus días tras posar para el pintor. Cuando los ojos de María Teresa se cerraron en 2003, muriendo mayo, esta ciudad se perdió un poco a sí misma, sin haberse conocido, sin haberse confesado lo que una parte debía a la otra. El sacrificio de