Cuando Fernando de Cárcamo se asomó a la puertecilla trasera de la casa, la mujer se sobresaltó primero, pero luego debió ver el cielo abierto. El joven noble estaba disfrutando de una de sus correrías nocturnas por la ciudad, las cuales le habían hecho famoso y poco popular entre los vecinos, cuando los gritos desgarrados de aquella señora le habían obligado a acercarse a ver qué pasaba.
Oyendo las voces, había dado un par de vueltas por las cercanías del convento de la Merced, adonde había llegado saltando la muralla junto a la puerta de Osario (ele), y al final se había encontrado la escenita de una mujer amortajando a su marido muerto, mientras dormía, en mitad de la noche veraniega.
El juerguista hizo de la necesidad virtud y le dijo a la buena señora que se fuera a buscar al cura del barrio de San Juan, mientras él se quedaría con el muerto en un patio. El Cárcamo se debió sentar delante de aquel hombre, rezaría alguna oración y luego se quedaría tamborileando con los dedos en alguna mesita, pensando quién carajo le mandaría meterse donde no le llamaban.
Pasaron unos minutos, don Fernando casi daba cabezadas, cuando oyó algo, se volvió hacia el difunto, y lo descubrió sentado en la cama, mirándole fijamente. En el siglo XXI, pasado el susto inicial, habría buscado una cámara oculta, pero en el siglo XVI no había de eso. Tampoco se le pasó el susto inicial, porque el muerto se levantó y caminó hacia él con las manos extendidas.
El caballero se defendía, según cuentan las crónicas, "pareciéndole cobardía arremeterle con las armas que el otro no tenía", así que se zurraron a manotazos, con el amortajado intentando ahogar al Cárcamo. A eso de las tres de la madrugada, cuando apenas le quedaban fuerzas para defenderse, el joven vio cómo el difunto le soltaba, se retiraba a su lecho y se volvía a tumbar inerte. Dio unos pasos atrás, se sentó también, blanco como la cera, y en ese momento abrió la puerta la señora, que ya venía acompañada.
Después de recibir los agradecimientos, don Fernando de Cárcamo, en vez de volver a entrar a la ciudad, caminó hacia el norte, cuando el cielo ya empezaba a clarear. Se presentó en el convento de San Francisco de la Arruzafa, del que hablamos hace poco, y tomó el hábito esa misma mañana, arrojándose entre lágrimas al guardián del convento. Allí vivió el resto de su vida, y allí murió entre la admiración de toda Córdoba por su conversión.
---
"Casos notables de la ciudad de Córdoba", anónimo. Edición de Francisco Baena Altolaguirre, 2003.