En un café de Madrid, mediados, finales del siglo XIX, miraba un tiznao, un pobre piconero cordobés con asombro a su alrededor. La ciudad le superaba. Era enorme, ¿cuánta hente pué haber aquí, maestro?
Rafael miró a su paisano y no le contestó, le dio una palmada en el hombro, sonrió y llamó al camarero. Rafael Molina Sánchez, "Lagartijo". Casi nada. El "Retor" no se despegaba de su protector, que le llevaba de cuando en cuando, como parte de su cuadrilla, a sus grandes corridas por toda España. En todo le imitaba, tratando de acomodarse a un mundo que le venía grande. Si "Lagartijo" daba la mano, él la daba. Si "Lagartijo" alababa con elegancia el peinado de una señora, más aún le gustaba al "Retor".
Y el maestro, que se las colaba por todas partes y se divertía como un enano, le dijo al camarero: nos trae dos cortaos. Pero uno templadito y otro, aquí para el socio, caliente pa quitar el pellejo la tripa. Oído. Y con la mesa llena de gente importante, hablando de dineros, se bebió "Lagartijo" el cortao de un trago, sin parpadear, y de otro trago se tomó el suyo el "Retor", que después de pasearse a la carrera Gran Vía arriba y abajo durante diez minutos, con la mano al cuello pero sin levantar la voz ni un momento, vuelve a su asiento y, con porte digno, se le arrima al oído a Rafael para decirle:
- ¡Compare, tiés el gañote forrao de lata!
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De José Cruz, "Los piconeros cordobeses", con ciertas libertades.
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