viernes, 29 de febrero de 2008

Teología para serenos

Una parte importante de la vida cordobesa hasta el siglo XIX giraba en torno a los abundantes conventos de la ciudad. De este modo, frailes y monjas se cuelan desde muy antiguo en leyendas, chascarrillos y anécdotas, de las que no siempre salen bien parados.

Sin darle mayor credibilidad que a un cuento, narra Ramírez de Arellano una historia que comienza con una relación entre el segundo fraile en la jerarquía del convento de la Trinidad y alguna mujer que habitara una casa cercana.

Una noche, como de costumbre, el fraile se descolgaba desde su ventana recayente a la plaza, con la mala suerte de que fue visto por la ronda de vigilancia, que le tomó por un ladrón, y le gritó el consabido: "¿Quién vive?".

El hombre, poniendo la voz más seria que pudo, contestó tan lleno de ironía como de verdad: "Soy la segunda persona de la Trinidad, que he bajado a tomar carne humana". Al escuchar semenjante afirmación, la guardia no sólo no le detuvo, sino que no se marchó hasta no haberle mostrado su respeto y rendido honores.

martes, 26 de febrero de 2008

Córdoba frente al misterio (6): “¿Quién quema mi casa?” (2ª de 2)

(Ver anterior)

Habló personalmente con el psiquiatra y famoso periodista Jiménez del Oso, quien había popularizado estos temas unos años atrás. Le contó todo con pelos y señales, que si la cama se levantaba una cuarta del suelo, que si había aparecido un niño Jesús con las uñas astilladas dentro de un armario, que si se escuchaban lamentos. Y, sobre todo, los incendios. 

Fernández Bueno, Jiménez de Oso y Juan Jesús Vallejo se presentaron en Córdoba para conocer a esta familia, cuyo miembro más peculiar era la abuela, Faustina, quien llegaba a casa de ordinario sobre las 22.00, momento en que solían empezar los fenómenos, hasta eso de las once. Como quiera la llegada de los investigadores se produjo más o menos a esa hora, éstos estaban algo nerviosos. Resulta que Faustina entraba periódicamente en un estado similar a un ataque epiléptico, o un trance, durante el cual convulsionaba y golpeaba a todo el mundo. Ese día no faltó a la cita. Los periodistas, asustados, ayudaron a calmarla, y al igual que ocurría siempre no recordaba nada al volver en sí.

Como consecuencia, Jiménez del Oso recomendó que la mujer se sometiera a un tratamiento mediante hipnosis, porque estimaba que era ella la causa de todos los sucesos de la casa, y así se podría averiguar su origen. Puesta en manos del hipnoterapeuta (?) Horacio Ruiz, al parecer, fue tranquilizándose poco a poco, remitiendo los episodios de pérdida de control. Y, aunque no se logró encontrar un motivo de índole psicológica para el conjunto de fenómenos, los fuegos que habían costado más de cien kilos de pintura fueron remitiendo y haciéndose cada vez más raros. No pasó lo mismo con los demás elementos, porque durante años se siguieron moviendo los objetos y escuchando los quejidos.

A lo largo del siglo XX se ha sabido en Córdoba de algunos otros edificios donde se cuentan historias similares a esta. Sin embargo, no reúnen como aquí todos los elementos que tradicionalmente los escritores aficionados al tema identifican con un poltergeist, que suelen considerar producto real, inexplicable e involuntario de un trauma psicológico.

sábado, 23 de febrero de 2008

Córdoba frente al misterio (5): "¿Quién quema mi casa?" (1ª de 2)


A veces las vemos como ingenuos relatos de tiempos pasados, pero las leyendas de una ciudad también llegan hasta nuestros días. Reflejan los miedos de cada época y, cuando están en su contexto, se revelan inquietantes.

De modo que será mejor desprenderse de todo temor, que tan bien saben aprovechar en ocasiones los “profesionales del misterio” como Lorenzo Fernández Bueno, de quien está tomada toda la información de esta historia, para ser capaces de observarla entre el respeto al testimonio y el espíritu crítico. Comienza la historia que, tras varias visitas a Córdoba, hizo pública el periodista.

Antonio Alameda Juárez, que ahora debe tener unos cincuenta años, era definido por el informador en el momento de los hechos como joven empresario, en una ocasión, y en otra como policía retirado en una familia de fruteros. Dado que su apellido es tan cordobés como inventado, supongamos que ambas cosas son compatibles o, de lo contrario, fruto del interés en el anonimato, que impide también saber la ubicación de su casa.

Vivía entonces con sus padres, Faustina y su marido, del que no da nombre, su esposa Fedra y su hijo Toñín, así como con su perro. El abuelo, tras un tiempo enfermo, murió el día 15 de enero de 1996, y su nieto no lo duda cuando afirma que “murió de miedo”. No cesaba de repetir que veía sombras entrando y saliendo del armario de su habitación, aunque todos lo tomaron por un producto de su dolencia.

No lo asociaron con el relato de una sobrina que ya había contado que, una vez, limpiando el cuarto de baño, le había volado de las manos la fregona, rompiéndose en el aire su palo de madera. Fue tras el fallecimiento cuando se dispararon los fenómenos. Los cuadros en el salón y el pasillo aparecían “en posiciones inverosímiles” (sic), los objetos se caían solos de las estanterías y el perro pasaba a toda velocidad por las zonas en que a veces parecía ser zarandeado y golpeado. Olores repugnantes invadían la casa antes de cada episodio, un fenómeno descrito repetidamente y conocido como osmogénesis.

A pesar de estos y otros sucesos, la familia tomó una determinación: convivir con ellos. Fuera por miedo, aplomo o por no tener otra alternativa, optaron por la naturalidad a la espera de que remitieran. Por lo visto, nada más lejos de lo que ocurrió: tal y como afirmaba el abuelo, se veían sombras por el pasillo, algunas altas y fuertes, otras más pequeñas, moviéndose ajenas a la vida familiar que se desarrollaba en el salón.

Hasta el día en que empezaron los fuegos. Las cortinas ardían desde el centro, según la mujer sin dar sensación de calor. Un día, al terminar de comer, empezó a llenarse el pasillo de humo negro, procedente del armario de la habitación del abuelo, que estaba en llamas. La casa de sesenta metros cuadrados se debió convertir en un infierno, y llegaron la policía y los bomberos. Ella, presa de los nervios, gritó: “¿Quién quema mi casa?”. Él, probablemente, bajó al quiosco, pidió una revista de esas de fantasmas e, histérico (según su interlocutor), llamó por teléfono a la redacción.

miércoles, 20 de febrero de 2008

Del Chaparro a la Lagunilla

Pasear por el centro de Córdoba puede convertirse, para alguien que no conozca bien la ciudad, en un viaje a un auténtico laberinto de callejas sin salida. Estos caminos a ninguna parte no carecen de sentido histórico, ya que en su mayoría fueron auténticas calles cuyos terrenos colindantes pertenecían a una misma familia, por lo general pudiente, o a un grupo de vecinos más celosos de su intimidad que el resto de la población.

Se ideó, para satisfacer las demandas de ambos grupos, una forma de cesión de terreno público a los solicitantes, de manera que se les permitía su uso como propio siempre y cuando respetaran el derecho de paso de los demás habitantes.


La calleja del Chaparro, que sale de Marroquíes, en el barrio de Santa Marina, se va estrechando hacia el fondo, donde guarda una pequeña sorpresa. Cualquier viandante puede empezar a pasar por patios interiores, escaleras y zonas comunes de varias casas de vecinos, hasta desembocar sin saber muy bien cómo en la plaza de la Lagunilla, junto al Colodro.


Esta casa de paso es probablemente una de las últimas representantes, si no la última, del mencionado régimen de cesión o servidumbre. Ramírez de Arellano la menciona en los “Paseos”, donde dice que sólo queda otra igual en Córdoba, de la que habla unas páginas más adelante: la almona de paso a la espalda de San Andrés, hoy convertida en calle peatonal.

domingo, 17 de febrero de 2008

La Cruz del Rastro (2)

Un grito resonó en la iglesia de San Lorenzo en la mañana del día siguiente. El herrero había movido un brazo. Nunca se supo si había sido un movimiento provocado por su perro, que andaba por allí, o un signo divino, pero evidentemente se tomó como lo segundo. Y así, sintiendo justificado por los cielos el objetivo de su persecución, las masas retomaron su tarea de erradicación de las familias judías y conversas de la ciudad.

Don Alonso, algo harto ya de la ausencia de ley, reunió a sus hombres y salió al encuentro del grupo ahora comandado por el noble don Diego Aguayo, al que encontró en las cercanías de San Agustín. Pero esta vez no sólo no pudo convencerle u obligarle a que renunciara a seguir con su comportamiento, sino que se vio forzado a huir y a refugiarse en el Alcázar, desde cuyas torres pudo comprobar cómo segían ardiendo muchas casas de Córdoba. Acompañaban a don Alonso sus fieles, y también numerosos judíos que veían en su espada y en las piedras de la fortaleza su única posibilidad de salvar la vida en aquella ciudad enloquecida.

Sólo cuando la sed de venganza estaba saciada y el número de muertos era lo suficientemente alto, pudo salir del Alcázar el caballero con los suyos, ofreciendo el perdón a los sublevados, y conminando a los judíos a abandonar la ciudad, o bien a volver a ocupar su antiguo barrio propio, cerca de la puerta de Almodóvar.

Con gran arrepentimiento por considerarse el origen de tanto dolor, la hermandad de la Caridad decidió que nunca se olvidaran aquellos días. Para ello, colocó una lápida en el patio del convento de San Francisco, así como una cruz sobre un pedestal en el antiguo Rastro, en la Ribera.

Esta cruz fue barrida por el tiempo, recuperándose su memoria en 1814, cuando se colocó una nueva sobre dos arcos recién construidos al final de la calle de la Feria. Su derribo a causa de las obras del murallón, en 1852, hizo pensar que aquél había sido el último episodio de esta historia. Sin embargo, en 1927 se instaló la actual, que después de una reciente restauración continúa rememorando uno de los acontacimientos más tristes de los vividos por nuestra capital.

miércoles, 13 de febrero de 2008

La Cruz del Rastro (1)

El pequeño e ignorado monumento que ha existido siempre al final de la calle de la Feria o de San Fernando, ya en la Ribera, tiene tras de sí una historia, que no leyenda, trágica y vergonzante.

Corría la Semana Santa del año 1473. El día 17 de abril, Jueves Santo, sin que haya acuerdo en esta fecha, la cofradía de la Caridad salió a la calle para celebrar su procesión. Eran buenos tiempos para sus cofrades, porque la reciente fundación del hospital de la Caridad en la plaza del Potro estaba a punto de ser avalada por los Reyes Católicos y acumulaba ya rentas y privilegios.

La comitiva iba pasando por las Herrerías, calle después conocida como Carrera del Puente y que discurre paralela a la Ribera hasta la Mezquita. En ese momento, una mujer dejó caer desde una ventana un montón de desperdicios sobre el manto de la Virgen. Rápidamente, y como resultado de las tensiones religiosas que se vivían en la Córdoba del siglo XV, se culpó del incidente a los judíos de la ciudad, surgiendo líderes espontáneos que llamaron a la venganza.

La multitud, mientras la imagen era recogida por los cofrades, se dispersó por la ciudad, entrando en las casas de las familias judías para matar, robar e incendiar, prolongándose el terror durante cuatro días. Columnas de humo se elevaban sobre Córdoba, especialmente en el llamado barrio de la Judería, símbolo de las envidias y odios acumulados durante siglos hacia la prosperidad de los sefardíes.

Al cuarto día, para poner fin a tanta violencia, el noble Alonso de Aguilar se dirigió al Rastro, hoy Ribera, donde el herrero de San Lorenzo Alonso Rodríguez arengaba a la gente. Allí volvió a estallar la tensión, cuando el paisano ignoró las peticiones de detener la persecución, enfrentándose los dos bandos y atravesando don Alonso de Aguilar al herrero con su lanza. Los partidarios del noble persiguieron a los alborotadores hasta San Francisco, donde se refugiaron.

Más calmados los ánimos, varios compañeros del fallecido llevaron su cadáver hasta su parroquia, donde se dispusieron a velarlo.

viernes, 8 de febrero de 2008

La malaria de 1785

Cuando el agua de las lluvias de abril comenzó a ser templada por el sol, a su paso por los barrios de Santa Marina y San Lorenzo, comenzó a gestarse una amenaza para la ciudad. Los mosquitos Anopheles se reprodujeron en el casco urbano, del mismo modo que lo hacían por todo el país, y a los pocos días se dieron los primeros casos de las llamadas, por su sintomatología, “fiebres intermitentes”: malaria.


Al producirse los primeros muertos, ante el desconocimiento de la causa última de la epidemia, se temía a los miasmas o vapores tóxicos que pudieran exhalar, pero nadie prestaba atención al foco principal de la enfermedad: el arroyo de la Axerquía.


Aunque ya en 1785 tuvo que cerrarse la iglesia de Santa Marina por la abundancia de enfermos que habían sido enterrados en el cementerio parroquial, tras el ábside del templo, en 1786 se recrudeció la epidemia. Hasta 12.000 personas enfermaron, muriendo algo más de 1.200. Los Hospitales del Cardenal Salazar (hoy Facultad de Filosofía y Letras), Misericordia y Jesús Nazareno se llenaron de infectados, y mientras que en barrios muy populosos como San Pedro y San Miguel murieron en sus casas una cincuentena de personas, en San Lorenzo y Santa Marina las cifras se dispararon por encima del centenar.


Fue por ello por lo que, cuando la epidemia comenzó a remitir a mediados de noviembre, se fijaron los ojos del Ayuntamiento sobre el arroyo, proyectándose y ejecutándose tres años después la obra de cegado de su cauce, empedrándose las calles y desviándose el curso de agua por el exterior de la ciudad. Por fortuna, no fue necesario esperar a que comenzaran las obras para atajar el mal, ya que el paludismo no regresó la primavera siguiente.

miércoles, 6 de febrero de 2008

Alerces en la Mezquita

La campiña cordobesa ha sido, desde tiempos de los romanos, un importante granero para las poblaciones del valle del Guadalquivir. Sin embargo, antes de que el hombre empezara a cultivar estas grandes extensiones de suave relieve, debieron estar pobladas por bosques de los que nada ha quedado.

Un primer ejercicio de imaginación nos lleva hasta grandes masas de encinas de veinte metros de altura, creciendo sobre los fértiles terrenos de la vega, con un denso bosque caducifolio de galería a lo largo de los ríos Guadalquivir y Guadajoz. Sin embargo, la realidad pudo haber sido muy diferente.


Una buena pista nos la darían los edificios más antiguos de Córdoba de los que se conserve su techumbre original. Parecerá difícil encontrarlos aún en pie, pero alguno que otro que es bastante conocido. Por ejemplo, la Mezquita. Sus vigas, redescubiertas en el siglo XIX por los arquitectos Luque Lubián, primero, y Velásquez Bosco más tarde, son de madera de alerce, un pino oloroso del que Ambrosio de Morales nos cuenta que su lugar más cercano de crecimiento (en su siglo XVI) eran las montañas del Atlas marroquí, de donde se habrían traído para la obra de la Mezquita. Se muestra de acuerdo Ramírez de las Casas Deza, por considerar que el alerce europeo y el de las vigas son de especies distintas.


El problema es que no sólo la Aljama contiene esta madera, sino que otros edificios menores de la ciudad también la poseen. Siendo extremadamente apreciada en la antigüedad por no pudrirse casi en ninguna condición, parece difícil pensar que para cualquier casa cordobesa se trajera la madera de África.


La respuesta la dan las crónicas árabes del Ajbar Maymua: los jinetes beréberes que conquistaron Córdoba en 711 acamparon previamente en bosques de alerces situados al sur de la población, entre el Campo de la Verdad y la cuesta de los Visos. Hasta después de la Reconquista confirma Ramírez de Arellano la supervivencia de estos bosques de coníferas de hoja caduca.


Lo sorprendente del dato viene dado porque el alerce (Larix sp, en Europa Larix decidua) es un árbol propio de climas fríos, como ocurre con los bosques boreales de Siberia y Canadá, estando restringido a las montañas en latitudes más bajas. Nunca sabremos con certeza cuál de las hipótesis es la correcta, y nadie sabe qué otras sorpresas podría deparar un estudio del polen depositado en los sedimentos de nuestra campiña.

sábado, 2 de febrero de 2008

El mensaje de la Malmuerta

Cientos de personas pasan a diario ante la losa desgastada bajo el arco de la torre, pero ya apenas se intuyen las letras que antes formaban una larga inscripción. Nos consuela, sin embargo, que varios autores la copiaran en su momento, rescatándola así para la memoria colectiva. Sobre estas palabras circula desde hace siglos una leyenda muy conocida, que afirma que si un caballero fuera capaz de leerlas mientras pasa al galope bajo el arco, la fortificación se derrumbaría y dejaría al descubierto un enorme tesoro escondido en su base de piedra maciza. De modo que, una vez que se ha hecho imposible cumplir con la ya de por sí complicada tarea, mejor será contemplarla con tranquilidad. Aquí está, para que no se rompa la cadena:

En el nombre de Dios: por que los buenos
fechos de los Reyes no se olviden, esta

Torre mandó facer el muy poderoso

Rey Don Enrique, é comenzó el
cimiento
el Doctor Pedro Sanchez, Corregidor
de esta Ciudad, é comenzóse á sentar

en el año de nuestro Señor Jesu Christo

de M.CCCCVI años, é sendo Obispo Don

Fernando Deza, é oficiales por el Rey

Diego Fernandez, Mariscal, Alguacil

Mayor, el Doctor Luis Sanchez, Corregidor,

é regidores Fernando Diaz de Cabrera,
é Ruy Gutierrez […] é Ruy Fer
nandez de Castillejo, é Alfonso […]

de Albolafia, é Fernan Gomez, é acabóse

en el año M.CCCCVIII años.


Fernando Díaz de Cabrera, uno de los regidores mencionados, era tío del rey Enrique III, quien lo destinó al gobierno de la ciudad cuando relevó al anterior por su ineficacia. Fue este personaje quien fundó el Mayorazgo de Torres Cabrera, origen del Condado que se convertiría con el tiempo en uno de los títulos nobiliarios más importantes de Córdoba. El nombre incompleto de “Alfonso” correspondería a Alfonso Martínez del Alcázar, Señor de Albolafia, otro de los regidores, subordinado como el anterior a Pedro Sánchez, el primer Corregidor que tuvo la ciudad.


De la inscripción también se desprende, sin que se haya puesto demasiado interés en la celebración, que se cumple ahora el 600º aniversario de la construcción de la torre de la Malmuerta, que permanece sin ningún uso, descontextualizada por los modernos bloques de pisos y la destrucción de la muralla que se levantaba junto a ella hasta no hace mucho.