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miércoles, 5 de mayo de 2010

Los cordobeses de la Invencible

Audio sobre la Armada Invencible, vía 32rumbos.com (para el mp3, click derecho y "Guardar enlace como")

No se le puede reprochar a Felipe II que fuera chuleando, desde luego. Él nunca la llamó la Armada Invencible, como mucho era llamada "la Grande y Felicísima Armada", o "la Gran Armada", a secas. Fueron los propios ingleses, que no se creían que fueran a salir con vida de aquella, los que le pusieron el nombre con el que la recordamos.

Para el pueblo llano era sencillamente "la empresa de Inglaterra", es decir, la genial idea de poner a Isabel I mirando a Escocia a base de transportar a través del Canal de la Mancha, con una enorme flota, a la infantería que Alejandro Farnesio tenía en Flandes, logrando invadir Inglaterra (1), que además había abandonado durante aquel siglo el recto camino del catolicismo.



Sin embargo, nada salió como estaba previsto. No se puede decir que los ingleses hundieran la Armada en aquel verano de 1588, pero no hubo invasión, y el regreso de los barcos en su enorme rodeo por el norte de Escocia y el oeste de Irlanda se convirtió en un infierno meteorológico y de otros tipos, como cuenta en el archivo de audio Juan Antonio Cebrián.

Entre el reguero de barcos que fue quedando por las costas inglesas, nos hablan los "
Casos Notables", escritos apenas unos años después de esta guerra, de uno en concreto, que fue a embarrancar en la playa de Londres (?, la verdad es que el relato, contrastado con información de hoy día, huele un poquillo a historias de marineros que no tenían muy claro por dónde andaban). Se trataba de un barco capitaneado por el caballero Antonio de Córdoba (don Antonio embarcose, como le gustaba decir al Cebri), cuyos hombres, convertidos en náufragos en un país extraño y enemigo, estaban dispuestos a convertirse en esclavos de los ingleses con tal de salvar la vida.

Las órdenes de la reina Isabel I, por desgracia, eran poco compatibles con su idea. Temerosa de que los curtidos infantes españoles colaboraran en una revuelta interna de los católicos ingleses, ordenó que se pasara a cuchillo a cualquier náufrago de la Invencible que llegara a las costas (como dicen los "Casos Notables",
que no dejasen ni piante ni mamante). Miles de españoles murieron así en Inglaterra e Irlanda. Pero don Antonio de Córdoba debía ser un tipo con suerte, porque se topó con un capitán inglés que, jugándose su puesto y quizás algo más, decidió que el español y muchos de los hombres que le acompañaban quedaran libres incluso contraviniendo las órdenes recibidas.

Don Antonio y todos los naturales de Córdoba fueron enviados de vuelta a España para sorpresa de las familias que ya les daban por muertos. El inglés sólo dio una explicación para justificar su comportamiento: había escuchado tanto acerca de los hombres de armas y letras que la ciudad de Córdoba había dado a lo largo de la historia, que creyó a los soldados cordobeses dignos de ser devueltos a su tierra sin daño alguno, y sin contrapartida.


Como realidad se cuenta en el libro; como leyenda, probablemente, hay que leerlo a día de hoy. Pero si fue verdad, más vale que lo primero que hicieran al llegar a casa fuera irse a Granada a ponerle flores al Gran Capitán.


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(1) Algo parecido intentaría Napoleón unos siglos más tarde, con similar resultado.

miércoles, 9 de diciembre de 2009

Las cuentas del Gran Capitán

Pincha para oír el audio

Una de anécdotas, que me hizo ilusión escucharla en la voz del maestro Cebrián. Aunque recomiendo escuchar el audio, lo contaré también por escrito, porque si no quitaría el blog y pondría un podcast.

Básicamente, la historia trata de la antipatía que sentía el rey Fernando V de Castilla (y, sobre todo, II de Aragón
), más conocido como Fernando el Católico, hacia su mejor jefe militar, el montillano Gonzalo Fernández de Córdoba, el Gran Capitán. Dicen las malas lenguas que su animadversión venía de la sospechosa e intensa amistad que unía a éste con la reina Isabel la Católica, pero nada hay confirmado.

El caso es que después de una serie de campañas victoriosas que permitieron a la Corona de Aragón consolidar su expansión por el sur de Italia, tomando la ciudad y el reino de Nápoles, se comenzó a cuestionar la gestión del Gran Capitán como virrey de los nuevos territorios, hasta que las malas lenguas convencieron al rey Fernando de que era necesario pedir explicaciones al militar por el uso de la pasta del reino aragonés.


Y don Gonzalo hizo dos cosas: por un lado, enviar unas pormenorizadas cuentas que se conservan en el Archivo General de Simancas. Y por otro, entrar en la leyenda cuando se popularizó la versión legendaria del suceso.


Dicen que el Gran Capitán se sentó delante de Su Majestad, abrió su libro y empezó a relatar, tal que así:


Ciento setenta mil ducados en poner y renovar campanas destruidas con el uso continuo de repicar todos los días por nuevas victorias conseguidas sobre el enemigo.


Millón y medio para mantener prisioneros y heridos.


Diez mil ducados en guantes perfumados para preservar a las tropas del mal olor de los cadáveres de los enemigos tendidos en el campo de batalla.


Y así sucesivamente, mientras don Fernando se iba poniendo de todos los colores de su
escudo heráldico. La última partida, concretamente, fue la que le puso de color verde Granada:

Y cien millones de ducados, que es lo que vale mi paciencia al tener que descender a estas pequeñeces del rey a quien he regalado todo un reino.


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Más sobre las
cuentas del Gran Capitán, en Wikipedia. También en este documento de 1910. Sus primeras batallas en Nápoles están contadas aquí, pendientes de continuación (siguen dedicadas a Antonio, claro).


lunes, 3 de marzo de 2008

El turbante blanco

Escucha aquí la historia de Abderramán I en la voz de Juan Antonio Cebrián

La agitación recorre Al Andalus. La guerra ha vuelto a prender por todo el sur del territorio
conquistado cuarenta años atrás, amenazando directamente la capital, Qurtuba, sede de los emires que desde 711 han regido, conforme a los designios del Califa de Damasco, los destinos de la península Ibérica. Emires que se sucedían con rapidez, siendo depuestos por intrigas de palacio y luchas tribales entre facciones árabes y beréberes.

Corre el rumor de que el último hombre con sangre de los Omeya se ha proclamado emir en Archidona, y se dirige a Córdoba con un enorme ejército, heterogéneo pero muy motivado. Abderramán, a quien llaman "el Inmigrado", nieto del gran Califa Hisham, escapó de la masacre de su familia a manos de los abbasíes en Damasco y está decidido a devolver el honor a su linaje.

Cuentan que antes de la gran batalla de Al Musara, en 756, a las puertas de Córdoba, Abderramán percibió el descontrol que regía su tropa, reparando en que ni siquiera había un estandarte que aglutinara a todos los aliados que había conseguido desde su desembarco en Almuñécar, el año anterior.

El líder sevillano Abu Zablah se le acercó a caballo, deshizo su turbante blanco y lo ató a una pica. El emblema blanco de los Omeya volvía a ondear, años después de la masacre de Damasco, frente al negro de las banderas abbasíes.

Aquel turbante que llevó a Abderramán I a la conquista de Córdoba ondeó también durante el reinado de los siguientes emires, omeyas ya independientes del Califato sirio. Hisham I, Alhakén I y Abderramán II lo conservaron como una reliquia, hasta que dos capitanes del ejército emiral enviado contra la sublevación de Mérida en 835 lo sustituyeron por uno nuevo, creyendo que aquel trapo viejo no representaba la dignidad del emir. La desolación de Abderramán II y sus vanos esfuerzos por recuperar el emblema original fueron el triste epílogo de la historia del turbante blanco del primer Omeya andalusí.

lunes, 14 de enero de 2008

Abbas Ibn Firnas (I): el vuelo

Escucha aquí la historia de Ibn Firnas, contada por Juan Antonio Cebrián, Carlos Canales y Jesús Callejo

Un grupo de personas sale de sus casas, en los incipientes arrabales occidentales de Qurtuba, de buena mañana, cuando el sol comienza a calentar y se forman en el aire corrientes térmicas que impulsan a las aves hacia el cielo. Se dirigen al norte, remontando el curso del wadal-Rusafa, el que sería llamado más adelante arroyo del Moro, una tibia mañana, pongamos que de primavera, del año 875.

Son tiempos difíciles en la capital andalusí, se palpa en el ambiente la posibilidad de una sublevación de los cristianos convertidos al Islam (muladíes) y de los mozárabes, y el emir Mohamed I ha enviado a parte de su guardia a vigilar la extraña concentración de gente a varios kilómetros al noroeste de las murallas, cerca de la zona donde su antepasado Abderramán I el Emigrado, el primer emir de Al Andalus, construyó el palacio de la Rusafa.

Pero nadie, en realidad, tiene otra preocupación que no sea la salud del viejo Ibn Firnas. Que se sepa, no está enfermo, pero la gente sospecha que podría estarlo en un breve período de tiempo. Unos minutos, quizás, porque allí, a lo lejos, sobre una colina (que algunos identifican con las cercanías de Medina Azahara y otros acercan más al Tablero), se recorta la silueta de Abbas Ibn Firnas, un genio, un científico nacido en Ronda pero formado en la corte de los emires, un hombre que a sus sesenta y cinco años ve llegado el día de cumplir su gran sueño.

Alguien comenta en voz alta: “Va a hacerlo otra vez”. O a lo mejor no, porque hay quien no cree que fuera el propio Firnas quien se tirara del minarete de la mezquita Aljama, la mayor de Qurtuba, en 852, agarrado a una lona a modo de paracaídas. Esta vez sí es él quien aparece cubierto de plumas de buitre, con dos grandes alas de madera y tela a ambos lados de su cuerpo, mientras brilla al sol el pequeño amuleto de cristal que le cuelga del cuello.

“Se va a matar”, se oye, muy bajito. Pocas voces se resisten a su llamada al silencio general. Menos aún cuando comienza una penosa carrera entre los chaparros, lastrado por los años y el armatoste que lleva a la espalda, y se aproxima al borde de la pequeña meseta. Después de un madrugón y sin desayuno en el estómago, Ibn Firnas salta a la nada.

Ojos como platos, manos en la frente. Mentes en blanco y caras de sorpresa, admiración, envidia, temor. Tras una breve caída, el viejo Firnas ha remontado el vuelo y planea como una hoja en dirección a la ciudad, mecido por el aire cálido que sube de los campos. Los niños le siguen a la carrera colina abajo, los pájaros se espantan y los guardias envían al novato corriendo al Alcázar, a dar la noticia, porque por nada del mundo se perderían ellos el espectáculo.

Firnas evoluciona en el cielo con confianza, pasan los minutos y no parece estar dispuesto a bajar. La sonrisa en su rostro ilumina la capital, mientras él disfruta de una vista que está vedada al resto de los mortales.

Pasados diez minutos, le falla una corriente y se ve obligado a perder altura y tomar tierra. Volvió a la memoria de todos el loco del minarete cuando las piernas del genio crujieron contra el suelo, en un grito de dolor del pájaro humano. Pero ya estaba hecho. El viejo era feliz. Y durante doce años, todas las noches, vio al cerrar los ojos una ciudad blanca, amurallada, extendiéndose bajo él en la vega del Guadalquivir.

miércoles, 12 de diciembre de 2007

Córdoba nace al Islam

Escucha aquí el relato de la invasión en la voz de Juan Antonio Cebrián.

Avanzan por los campos de Cádiz; enorme masa de hombres, siete mil, dicen, a pie en su mayor parte. A lo lejos, los tejados de Medina Sidonia, quizás, o bien de El Puerto de Santa María, porque aún no sabe nadie dónde se sitúa el punto que en las crónicas árabes quedó para siempre marcado como Wadi Lakka, el lugar que siglos después sería recordado como el de la batalla de Guadalete.


El gobernador de Ceuta, el conde traidor Don Julián, les había garantizado paso franco por el estrecho. Gracias a ello, los musulmanes beréberes, norteafricanos, que no árabes, habían acumulado tropas y victorias en Gibraltar y Algeciras.


Enfrente, una abigarrada mezcla de pelotones visigodos reclutados a la carrera por toda la península y concentrados en la gran ciudad más allá de Sierra Morena, Córdoba, por el rey Ruderico, Don Rodrigo, que se dispone a expulsar al invasor. Han caminado durante semanas, están agotados y se tuestan al sur del valle del Guadalquivir en la mañana de un 19 de julio del año 711.


Ante sí, visigodos e indígenas hispanorromanos ven cómo el caudillo Tariq levanta su espada, curva, que brilla al sol de Andalucía, mientras escuchan un grito que es nuevo para ellos, una frase que está grabada en los templos musulmanes de todo el mundo: “no hay más dios que Alá y Mahoma es su profeta”. El eco de la consigna recorre de punta a punta el ejército africano, y comienza su carga.

Roída por las disputas, la monarquía visigoda se quiebra en el campo de batalla cuando los flancos del ejército, formados por partidarios del depuesto y fallecido rey Witiza, se separan del grupo principal, desertando al inicio de la contienda. La traición, negociada con Tariq, tramada desde el principio y fruto de las graves disensiones internas del reino, hunde la moral de las tropas del centro, que son masacradas por los musulmanes. Los beréberes se desparraman sin resistencia por el valle del Guadalquivir, y los últimos supervivientes huyen a las ciudades próximas.


Pocos días después, en los primeros de agosto, setecientos jinetes al mando de Mugit al Rumí clavan sus tiendas y banderas en los
bosques cercanos al sur de Córdoba. Es tal el descontento popular por el caos de la administración visigoda, que los líderes musulmanes conocen de boca de los campesinos locales el penoso estado de las murallas y del puente romano, hundido a tramos en las aguas del río. Este día, un musulmán contempla Córdoba por primera vez.

Y al amparo de la luna, como fantasmas en la oscuridad, los caballos chapotean mientras vadean el Guadalquivir. Saltan los invasores por los huecos de los muros, toman al asalto la desguarnecida ciudad y obligan a los escasos defensores a huir a lasafueras hacia San Acisclo, el mítico templo-fortaleza donde un puñado de cordobeses se resistirán, unas semanas más, al aplastante curso de
la Historia.

martes, 20 de noviembre de 2007

¡Vikingos!

Pincha en la imagen para escuchar el ataque vikingo contado por Juan Antonio Cebrián

Nadie pudo imaginarlo, y nadie parecía capaz de pararles. Correos a caballo volaban hacia Qurtuba, a finales de septiembre de 844, con la peor noticia que el emir Abderramán II podía esperar.

P
or la desembocadura del Guadalquivir, uno de los lugares más tranquilos de Al Andalus, estaban pasando sin cesar decenas de enormes barcos de guerra, orlados de remos que se movían siguiendo la cadencia de estridentes tambores. Velas rayadas, rojas y blancas, terroríficas figuras en las proas, cortando a contracorriente las aguas del río, y las miradas fijas de los guerreros del norte, que helaban la sangre de los habitantes de las orillas cuando los barcos se acercaban a ellas. Una flota de ochenta drakkars vikingos se dirigían por la vía rápida al corazón del emirato cordobés.

E
l sur de la península Ibérica estaba casi desguarnecido, con las tropas bereberes y sirias combatiendo a los cristianos en el norte, y Abderramán tuvo que echar mano de las divisiones locales cordobesas y de parte del ejército que se hallaba al norte de Sierra Morena.

E
n pocas horas, los drakkars alcanzaron la ciudad de Isbiliya y miles de vikingos, acostumbrados a este tipo de batallas, desembarcaron para pasarla a sangre y fuego. Las murallas fueron superadas, las mezquitas destruidas, los habitantes asesinados. El gobernador y un grupo numeroso de sevillanos huyeron hacia Carmona, donde se encontraron con el ejército cordobés de Abderramán II.

P
asada una semana, según algunas fuentes, o hasta un mes, según otras, se libró en Tablada, a las afueras de Sevilla, una feroz batalla en la que más de treinta naves vikingas fueron incendiadas, y sus fuerzas diezmadas. Los supervivientes volvieron a embarcar a la carrera y salvaron la vida bajando de nuevo por el Guadalquivir.

Ab
derramán II ordenó, desde ese momento, instalar una red de atalayas de vigilancia costera por todo Al Andalus, que no pudo evitar nuevos desembarcos en la costa de Levante, e incluso contra los reinos cristianos del norte.

jueves, 16 de agosto de 2007

La revuelta de Saqunda

Alhakén I y Abderramán II contados por Juan Antonio Cebrián

Allí donde antaño se encontrara el segundo miliario de la Vía Augusta que pasaba por Corduba, poco después de cruzar el puente sobre el Guadalquivir, florecía a principios del siglo IX, bajo el emirato, un extenso arrabal donde vivían comerciantes y trabajadores de los cercanos centros de poder de la capital andalusí.

La actitud despótica y dada a los placeres del emir Alhaken I, unida a su política fiscal, había venido, desde años atrás, fraguando un malestar entre la población y los alfaquíes o "doctores de la ley", de manera que se sucedían las conspiraciones y pequeños motines. Nada comparable, sin embargo, a lo que sucedió en el año 818, cuando la muerte de un niño a manos de un guardia desató, por fin, la esperada gran revuelta del arrabal del sur, a cuya población se unieron grupos de otras partes de la ciudad.


La muchedumbre armada se dirigió al Alcázar, rodeándolo. El emir, inseguro de la proporción de fuerzas, ordenó a su guardia personal, “los Mudos” (así llamados por ser mercenarios del norte que no hablaban ninguna lengua local) que prendiera fuego a las viviendas de los rebeldes para que, al ver arder sus propiedades, regresaran a salvarlas y levantaran el cerco al Alcázar. La estrategia funcionó y, durante tres días, los soldados del emir, en venganza, masacraron a la población del arrabal, cifrando algunos autores en diez mil los muertos en la lucha.


Trescientos notables fueron crucificados en las afueras de la ciudad, y alrededor de quince mil cordobeses tuvieron que exiliarse. Pero la orden más importante del emir fue la destrucción sistemática del arrabal, hasta los cimientos, la prohibición perpetua de habitar en la margen izquierda del río y la conversión del territorio en campos de cultivo.


La orden fue cumplida a rajatabla, y hubo que esperar a
la Reconquista para volver a ver asentamientos estables y numerosos en lo que hoy llamamos el Campo de la Verdad.