lunes, 15 de mayo de 2017

El pastor de estrellas (3 de 3)




   Poco después del amanecer, el joven subió los peldaños que separaban su azotea del adarve de la muralla. Su casa, adosada al muro, tenía un acceso privilegiado a una de las torres de la muralla que separaba la Medina de los arrabales orientales o Axerquía. Y debido al gran desnivel entre ambas partes de la ciudad, al subir a esa torre Mahmud podía contemplar toda la Axerquía ante sí, y todos los campos que se extendían hacia el este, la sierra, la vega del Guadalquivir y las colinas al otro lado del valle. Cientos de casitas blancas se arremolinaban frente a él, algunos minaretes sobresalían de entre ellas. Un débil muro rodeaba los barrios del este y daba una cierta sensación de protección. En realidad nadie sabe si se había construido ya la muralla de la Axerquía, y generalmente se piensa que no, pero hay indicios de que algunos sectores podrían ser lo suficientemente antiguos como para que su creación evitara que la Axerquía fuera destruida en la guerra civil del siglo XI.

   Mahmud olfateó el ambiente. El cielo estaba encapotado, de un gris uniforme. Miró de reojo los jaramagos entre las almenas. Se dobablan y parecían querer lanzarse muralla abajo, empujados por el viento cálido que le daba en la espalda, como si viniera de Isbiliya. Y cuando en Isbiliya llueve, en Qurtuba no salen las procesiones.

   Bajó la vista a la calle, y vio a dos personas dirigiéndose al arquillo de la muralla. Reconoció a su amiga Ganub, acompañada por alguien a quien no pudo identificar y que caminaba mirando a cada fachada y a cada puerta, como si buscara algún detalle conocido en ellas o algún rastro de un cambio. Intuyó que se dirigían a su casa y bajó a recibirles. Cuando Ganub traía consigo a algún desconocido era normalmente para pedirle el favor de una predicción. Sólo lo hacía en casos de verdadera necesidad y, hasta el momento, Mahmud había proporcionado certeras respuestas. La de aquel día parecía clara. La lluvia se retrasaría hasta la noche, pero llegaría con más fuerza de la esperada y, desde luego, para quedarse durante toda la semana.

* * *

   En verdad, el tiempo le venía corto. Por eso escribía a toda velocidad durante las noches. Era noviembre del año 1023 y se preparaba para volver a Córdoba junto al que iba a ser el nuevo califa, Abderramán V. Abandonaba Játiva y el exilio, sus ojos se llenaban de recuerdos y su mano los iba plasmando en forma de poemas. Tenía que terminar aquel regalo, aquel libro de memorias y de deseos en el que estaba volcando lo mejor de sí. Sólo pensaba en llegar a la vieja capital y poner el manuscrito sobre las manos de Liyún.
Pastor soy de estrellas, como si tuviera a mi cargo
apacentar todos los astros fijos y planetas.
Las estrellas en la noche son el símbolo
de los fuegos de amor encendidos en la tiniebla de mi mente.
Parece que soy el guarda de este jardín verde oscuro del firmamento,
cuyas altas yerbas están bordadas de narcisos.
* * *

   Ibn Hazm examinaba con la mirada a Ibn Gamir, mientras éste hablaba a los jóvenes Ganub y Asfur.
  -Dentro de los muros de la ciudad, también hay una Córdoba subterránea. Hubo un tiempo en que los secretos se guardaban allí. Los palacios estaban conectados y las intrigas circulaban, literalmente, bajo las casas de los cordobeses. Pero durante la guerra, con cada batalla y cada revuelta, cada bando destruyó los túneles de los demás, al menos aquellos que conocían. Además, muchos fueron abandonados y acabaron por derrumbarse. Cada otoño, el agua baja de la sierra e invade los conductos bajo la ciudad. Gran parte de ella llega por cauces naturales, pero también hay estructuras antiquísimas, quizás de la época de los rumíes, que abastecen Córdoba desde hace siglos con agua para consumo humano.
   Ludovico iba vertiendo aceite en pequeños odres, como reserva para cuando los candiles se estuvieran agotando. Sólo pensaban usarlos una vez que estuvieran bajo tierra, pero parecía que quizás tuvieran que encenderlos en la superficie: la tarde avanzaba y las nubes se iban haciendo más y más oscuras, anticipando tanto el ocaso como la tormenta.

   La reunión de aquella mañana había sido breve. Ludovico había sabido transmitir la urgencia de la situación, y los Banu Gamir habían accedido a colaborar. Habían reparado y custodiado durante décadas los túneles que comunicaban los palacios de familias afines a los Omeya, y habían contribuido a salvar muchas vidas en cada disturbio ocurrido durante los años de la fitna. Pero al parecer, ellos mismos habían estado varios años sin saber cómo acceder a la antigua red de pasadizos, porque todas las entradas conocidas habían sido cegadas.

   Un día, de casualidad, supieron que alguien había seguido usándolos con regularidad. Un oscuro personaje, totalmente ajeno a las conspiraciones palaciegas, que pululaba por el subsuelo cordobés con una extraña obsesión por recolectar los restos de los animales que décadas, quizás siglos atrás, habían quedado atrapados allí. Los estudiaba, identificaba y colocaba cuidadosamente en su colección. Ibn Gamir empleó toda la paciencia de que disponía en ganarse su confianza, pero aquel hombre no tenía ningún interés en colaborar, ni necesitaba nada de él. O eso creía, porque Ibn Gamir supo tentarle y ofrecerle el trato que le abriría de nuevo las puertas del inframundo.

   Así pues, Ibn Gamir conocía la entrada, pero no estaba dispuesto a revelarla. El valor de aquel secreto podría volverse incalculable en cualquier momento, y su familia creía tener derecho a beneficiarse de él. De modo que puso la condición de que sus huéspedes llevaran los ojos vendados desde una pequeña plaza en el centro de la ciudad hasta la casa particular que ocultaba la entrada a los pasadizos.

   A ciegas, siguiendo el sonido del roce de los pies de sus compañeros, avanzaron tras Ibn Gamir durante cinco minutos, hasta que les ordenó detenerse. Una gota cayó sobre Ibn Hazm, y la inquietud hizo presa de él. Palparon las jambas de una puerta, y tan bien vendados iban sus ojos que no percibieron la oscuridad al entrar en la casa. Ibn Gamir encendió los primeros candiles y les permitió por fin contemplar la estancia en la que se hallaban. Cuatro paredes de piedra, dos puertas a ambos lados de la habitación y varias estanterías rebosantes de cráneos de animales que brillaban a la luz de las pequeñas lámparas. Musarañas, ratones, murciélagos, pero también otros mayores y más inquietantes.
  -¿Qué le ofreciste a aquel hombre a cambio del secreto? -quiso saber Ganub.
  -La única pieza que le faltaba a su colección -contestó Ibn Gamir, señalando a un cráneo similar al de un pequeño caballo-. Un encebro de las colinas de Albacete.
   Y añadió:
  -Aunque empezara a llover ahora mismo, aún deberíamos tener tiempo para hacer nuestro trabajo. El agua que venga de la sierra tardará en alcanzar la ciudad.
  -A no ser -puntualizó Ludovico- que en la sierra haya empezado antes a llover.
   No hubo más respuesta, pero Ibn Gamir decidió que era el momento de ponerse en marcha. Abrió una trampilla en el suelo. Se intuían algunos escalones. Mandó pasar a Ibn Hazm, y luego a los demás, que entraron por el angosto agujero tratando de iluminar el camino frente a ellos. La galería se ensanchaba progresivamente y se convertía en una escalera de caracol, que bajaba sin que pareciera tener fin. Algunos arcos cegados en las paredes indicaban, probablemente, el arranque de otros antiguos caminos subterráneos. La humedad se iba haciendo evidente a medida que descendían hasta el final de la escalera, en una sala con varias tinajas de barro y un único posible camino a seguir: un arco que levantaba apenas un metro del suelo, y por el que se podía ver pasar una suave corriente de agua que cubría un par de escalones.

   Con los candiles en alto y, confiando en las palabras de Ibn Gamir, fueron entrando por el arco y sumergiéndose hasta más arriba de la cintura. Avanzaban ahora por un angosto túnel, totalmente desorientados, cubriendo una distancia que se les antojó interminable. Al cabo de cincuenta varas, el camino se bifurcó. Por un ramal llegaba la corriente que inundaba la galería, el otro ofrecía una salida lateral para conducir a los visitantes a un túnel por el que sólo transcurría un fino hilo de agua.
  -Asfur, no pierdas de vista el agua. Allá donde estemos, si sube el nivel o deja de ser clara, avísanos.
   El techo era un conglomerado de guijarros, quizás el antiguo lecho de un río visto desde abajo, erosionado por las aguas subterráneas. Ibn Hazm no tardó en empezar a reconocer el lugar, y a tomar la iniciativa en el grupo. 
No os asombréis de que se oriente en la sombría noche:
su luz ahuyenta las tinieblas en la tierra.
   Caminaba más aprisa y no titubeaba en los cruces de galerías, hasta que llegó a la orilla de lo que parecía un gran charco. Esta vez no había escalones que permitieran calcular la profundidad, el suelo simplemente se cortaba en ese punto.

   Ludovico vació un odre en un hueco de la pared, y el aceite se extendió por un surco de un par de metros de longitud, perfectamente nivelado. Con un candil, prendió el aceite y la luz invadió la caverna. Para el asombro de los más jóvenes, resultó ser mayor de lo que pensaban. Aquello no era un charco, era un verdadero lago, un lago bajo el mismo centro de Córdoba. Y allí donde moría la luz, siguiendo un sendero junto a la pared, una inverosímil barquita parecía esperarles desde hace años, como una cápsula del tiempo, como un fiel caballo a la puerta de la posada.
  -Es la misma barca -dijo Ibn Hazm, entre afirmando y preguntando.
  -Es la misma -confirmó Ibn Gamir.

   Era la misma barca que, una aciaga tarde de enero de 1024, Ibn Hazm amarró a la orilla del lago subterráneo antes de salir por última vez de la galería. El día anterior, en medio de la revuelta, había encontrado vacía la casa de Liyún, rodeada por otras en llamas, como un anuncio de la tragedia. Después, por la mañana, había enterrado a su amigo, a toda prisa, en el cementerio del norte. El mundo se derrumbaba, en parte literalmente, a su alrededor: la última esperanza omeya yacía apuñalada en el Alcázar y la primera persona a la que amó yacía para siempre sobre su costado, ajusticiado por la rebelión. Liyún el Africano, la voz valiente que se hubiera enfrentado a sí mismo si no hubiera quedado nadie más en el planeta. El motivo, quizás, de que en los poemas de Ibn Hazm se alternen el masculino y el femenino para confusión de los que habrían de leerle y estudiarle. Incumpliendo su propia promesa, el exiliado volvía a poner su pie sobre la inestable barquita.
  -Debo ir yo solo -dijo.
   Todos respetaron su deseo. Sólo él supo dónde lo dejó, sólo el sabría de dónde lo rescataba. Ibn Gamir soltó la cuerda. Con un candil en la popa, Ibn Hazm empezó a remar suavemente y se convirtió, al poco, en un simple punto brillante sobre las aguas. Llegado cierto momento, pareció no estar alejándose más; había llegado a la otra orilla.

   Bajó de la barquita y acercó el candil a la pared, por encima de la línea que las repetidas inundaciones habían marcado en ella. Buscaba un hueco que vio por última vez quince años atrás, y tardó en encontrarlo, semioculto por algunas piedras. Él mismo las había depositado allí, ocultando una caja de madera, y en ella, a su vez, una arqueta del más fino marfil de Medina al Zahira, enorme para las proporciones habituales, casi dos cuartas de largo por una de ancho. La misma arqueta que se llevó de la casa de Liyún la noche en que murió, para salvarla del incendio, por un lado, y para rescatar aquel regalo que con tanto cariño había preparado para su antiguo compañero.

   Depositó la arqueta en el suelo y la abrió con cuidado. La luz del candil apenas llegaba a iluminar su interior. Un pergamino en blanco cubría varios cientos más, con los bordes sucios de humedad. La segunda página sólo contenía un precioso dibujo hecho con caligrafía, un favor de Ludovico para culminar el regalo de Ibn Hazm a Liyún: una paloma. La tercera, el título de aquel libro, escrito a toda prisa en las noches de Játiva durante su anterior exilio, para llevarlo como regalo en su regreso a Córdoba. "El collar de la paloma". Y bajo él, "Sobre la intimidad y los íntimos". Quizás el más maravilloso tratado jamás compuesto sobre el amor, uno de los más grandes regalos de Córdoba al mundo.

   Que por encima del rencor, de la guerra y del horror de los tiempos en que fue escrito, merecía, a juicio de la mano que lo creó, ser rescatado de las entrañas de la tierra donde una vez juró dejarlo para siempre, y ser revelado al mundo.

   El agua empezó a mojar las sandalias del poeta, rebosando sobre el borde del lago subterráneo. Había que salir de allí. Cerró la arqueta y la abrazó, antes de subir a la barca. Una lágrima por los amores pasados y futuros se deslizó por su rostro.
Esta dolencia, cuya curación desafía al médico,
me llevará, sin duda, a la aguada de la muerte.
Pero contento estoy con caer víctima de su amor,
como quien bebe veneno desleído en un vino generoso.
¿Qué más quiere el Destino? ¡Qué poca vergüenza tiene,
y con qué afán tiende a adueñarse de toda alma enamorada!

* FIN *

lunes, 8 de mayo de 2017

El pastor de estrellas (2 de 3)




   Quince años, que no son quince días, por culpa de los alfaquíes de Córdoba. Quince años sin poder contemplar su más bello recuerdo, y a la vez el más doloroso puñal en su memoria. Al emerger de entre las más estrechas calles del sur de la Medina, se encontró frente a ella. La Mezquita de Córdoba, construida trozo a trozo durante doscientos cincuenta años, cuatro veces acabada y tres veces vuelta a ampliar. El sol del oeste se reflejaba en las bolas del yamur que coronaba el enorme alminar, las palomas volaban en torno a la torre y descansaban en el alféizar de las ventanas con arcos de herradura, cerradas sólo por celosías de madera. Ibn Hazm se dio el gusto de derramar un par de lágrimas al acercarse al muro de la Mezquita. Si has hipotecado tu vida en honor a la familia Omeya, y no lloras al ver la Mezquita de de Córdoba después de quince años, es que no eres persona.

   Pasó la mano por la áspera superficie de arenisca, fijándose en las pequeñas conchas fosilizadas que aparecían aquí y allá, embebidas en la piedra. La pared se antojaba interminable al verla descender en dirección al río. Casi llegando a la esquina suroeste, el pasadizo que comunicaba el Alcázar y la Mezquita se deslizaba sobre la calle, sostenido por dos grandes pilares. Entró en el patio, disfrutando del verdor de la arboleda, naranjos y palmas, sin querer mirar aún a su derecha, como retrasando el inmenso placer de la contemplación del interior del templo. Dio aún unos pasos más, pero no pudo resistirse, y giró la cabeza. El muro norte de la mezquita era una pared ficticia, arquitectura del vacío. Sólo una sucesión de enormes arcos que desvelaban sin reservas el tesoro de su interior: el maravilloso, interminable bosque de columnas que bailaban caprichosamente a los ojos del visitante; que parecían agolparse sin ton ni son, fila tras fila, hasta que el poeta avanzaba unos pasos y, de pronto, se ordenaban en líneas perfectas hasta donde alcanzaba la vista. Decenas, cientos de ellas, sosteniendo las dobles arcadas rojas y blancas y llenando el espacio en todas direcciones. Aquello no era una sala de oración, era algo más. Era el cofre del alma de Al Ándalus. Toda Córdoba era el templo, y aquella mezquita era su sagrario, su corazón latiente con cada salida del sol. Ibn Hazm tocó una de las frías columnas. Se asomó a la nave principal que conducía al mirhab y, al fondo, vio las teselas doradas del mosaico brillar a la luz de las lámparas. Pensó que aquello era sólo un símbolo, que en realidad era la gloria de los califas lo que seguía brillando allí.

   Porque Ibn Hazm fue un legitimista durante la guerra civil cordobesa. Es decir, siempre apoyó el retorno de los omeyas, la dinastía de los abderramanes y alhakenes, de los emires y califas desde el siglo VIII. Un par de veces, durante los largos años de la fitna, algún miembro de la familia real reclamó a Ibn Hazm su apoyo para el restablecimiento del poder omeya en la capital. Y las dos veces los aspirantes al trono le encontraron a su lado, dispuesto a perderse en la causa perdida, a tragar cárcel por ellos y a ser un nostálgico antes que un advenedizo. Ninguno de esos intentos funcionó, e Ibn Hazm se resignó a la irrelevancia política primero, y al exilio después, en una vida itinerante que ya había conocido en los primeros años de la guerra.

   Acariciando de nuevo las paredes, salió de la Mezquita. Tomó una hoja de naranjo y la dobló varias veces, impregnando la mano con su olor. Paseó por el patio y se detuvo más o menos en el centro del espacio abierto, quizás algo más al este. Bajó la vista a la rejilla metálica en el suelo, por la que se intuía un espacio vacío bajo el adoquinado. Tanto de Córdoba había para Ibn Hazm sobre la tierra como debajo de ella.

* * *

   Soplaba viento de levante y olía a mar. La luz de las velas temblaba y los visillos invadían la habitación. El poeta escribía con frenesí, en lo más profundo de la noche, sin descanso, derramándose sobre el basto pergamino. Añadía hoja tras hoja a la inmensa pila en el suelo junto a su mesa. Escribía como si le vinieran cortas las noches, como si se escondiera del sol para poder hacerlo.

Exhalo amor de mí como el aliento,
y doy las riendas del alma a mis ojos enamorados.
Tengo un dueño que no cesa de huirme;
pero que, a veces y de improviso, se siente generoso.
Lo besé queriendo aliviarme;
pero la sequedad de mi corazón no hizo sino crecer.
Son mis entrañas como un seco herbazal
donde alguien arrojó un tizón ardiendo.
* * *

   La luz de la tarde apenas tocaba ya el suelo de las callejuelas. Ibn Hazm había dado un rodeo para ver la Mezquita, en su camino del mercado a la casa de Ludovico, en parte para darle tiempo a terminar su jornada y recoger su tienda. Caminando hacia el nordeste, Ibn Hazm iba reconociendo casas y recordando anécdotas. Pasó su mano por una fría columna romana empotrada en una esquina, y sintió cómo sus dedos rozaban la inscripción. Pocos metros más allá, alguien a su lado le sobresaltó. Era la muchacha de los arrabales, caminando más rápido a su derecha.
  -Paz -saludó Ibn Hazm.
  -Hola -contestó ella, aflojando algo el paso.
  -¿Has encontrado ya todas las joyas que buscabas?
   Ella se rió.
  -No, hoy no he encontrado ninguna joya. Pero el martes fue un buen día, encontré un pequeño anillo en las ruinas del barrio que llamaban de Tercios.
   Un barrio cristiano, recordó él para sí.
  -¿Y volverás a esa casa?
  -Sí. Volveré para enterrar el anillo.
  -¿Cómo? ¿Vas a dejarlo allí? ¿Para qué?
   Rebuscó en una pequeña bolsa y sacó un anillo de plata con una piedra verde, opaca, engastada en él.
  -Porque no es mío. ¿Por qué iba a quedármelo?
   La ironía se estaba yendo un poco de las manos y esta vez Ibn Hazm no contestó. Que se explicara si quería. Quiso.
  -Lo encontré junto a un puñado de monedas de Alhakén. Lo llevé a mi taller y saqué un molde, la semana que viene intentaré hacer una copia si encuentro una piedra parecida.
   La cabeza del poeta entró en ebullición. La memoria de esa pieza se iba a perpetuar en las manos de una orfebre, sin robo, sin trampa. Los libros y los objetos que perviven como ideas, saltando de forma en forma a lo largo de los años y las guerras y las vidas de los artesanos. Unos versos volvieron aquel día a su mente,

Y es que aunque queméis el papel
Nunca quemaréis lo que contiene,
puesto que en mi interior lo llevo.

   Le ofreció un trato a la mujer.
  -Te compro ese anillo.
  -No es mío para venderlo. Te venderé la copia.
  -Te lo cambio por el dinar que me diste ayer, entonces. No creo que te importe volver a enterrar una cosa o la otra.
   A ella le gustó la idea, así que hicieron el trato. El viento corría calle arriba y tiraba de la túnica de Ibn Hazm.
  -Me han dicho que mañana va a llover.
   Él se tensó y le cambió la cara.
  -¿Quién te ha dicho eso? -quiso saber.
  -Un amigo. Estudia los vientos y las señales del cielo, y me ha dicho que mañana lloverá. No creo que pueda ir a los arrabales. Quizás en varios días, según él.
   Ibn Hazm estaba ahora vivamente alarmado. Sudaba más que el Califa en Simancas.
  -Me... me gustaría poder hablar con tu amigo. ¿Crees que sería posible?
  -No veo por qué no.

   Continuaron andando, juntos ahora, hacia la Axerquía. Ganub, pues ese era el nombre de la muchacha, sería bienvenida esa noche en la casa de Ludovico. El poeta se sentía con derecho a invitarla. No era él el anfitrión, pero suyo era el secreto sobre el que iban a discutir.

   La casa era pequeña pero digna. A cinco minutos a pie de la muralla de la Medina, esta vez en el lado oriental, Ludovico dibujaba, escribía y construía sus juguetes de madera, mientras cuidaba de las flores de su pequeño patio. Se inspiraba en los jardines de un palacio cercano para conseguir nuevas variedades cada temporada.

   Asfur, el aprendiz, fue el último en llegar, siendo ya noche cerrada. Llamó a la puerta y fue invitado a sentarse con los otros tres. En un cuarto sin ventanas, el más discreto de los que Ludovico podía ofrecer, varios vasos medio llenos eran toda la decoración de la mesa. Le presentaron a Ganub, y trató enseguida de captar el sentido de la conversación que había interrumpido. Ludovico se dirigía a Ibn Hazm.

  -Alí. Sólo hay una familia que puede ayudarnos a bajar allí. Si hay alguna entrada, los Banu Gamir la conocen mejor que nadie. El mayor de los hijos me dijo hace años que estaba intentando volver a abrir los viejos túneles.
  -Pero incluso aunque lo hubiera logrado, no podremos hacerlo si llueve. Sabes que las galerías se bloqueaban con cada tormenta.
  -No podremos hacerlo si llueve -repitió, asintiendo-. Hay que hacerlo antes o resignarse a esperar a que las aguas vuelvan a bajar y los túneles queden libres.
  -Y según Ganub, lloverá durante días.
   Ludovico sonrió.
  -Cuánto y por cuántos días lloverá, es algo que nunca he visto predecir con certeza. Estamos en manos del destino.
  -Mi amigo -objetó Ganub- os puede dar esa respuesta. No sería la primera vez que lo hace. Me dijo que mañana, a la tarde, empezaría la tormenta, y que continuaría toda la semana.

   Ibn Hazm y Ludovico se miraron entre sí.
  -Alí, ve con ella a ver a ese muchacho, mañana al alba. Que os diga lo que sepa. Tú sabrás bien si debes o no creer sus palabras. Asfur y yo iremos a ver a Ibn Gamir. Nos encontraremos aquí al mediodía y tomaremos una decisión.

   Esta vez, fueron el aprendiz y la chica quienes se miraron.
  -Aún no sabemos a dónde pretendéis ir, ni cómo, ni por qué.
   Ibn Hazm rellenó su vaso. Se puso de pie, vino en mano, y empezó a caminar despacio por la oscura habitación. A su paso, la débil llama del candil tembló hasta estar a punto de extinguirse.
  -Esta ciudad tiene una mitad sobre el suelo, y otra mitad bajo él. Por ejemplo, hay más cordobeses bajo tierra que sobre ella, desde la guerra. Las maqabir, los cementerios, están a rebosar. Se extienden más allá de los arrabales donde antes vivieron sus inquilinos. Pero de entre todas las tumbas que existen alrededor de Qurtuba, sólo una la cubrí y la marqué con mis propias manos.
   Asfur y Ganub bajaron los ojos, Ludovico los alzó y miró al poeta.
  -Se llamaba Liyún. Le decían Al Ifriqi porque muchos pensaban que había nacido en Marrakech, pero era más de Qurtuba que el propio Califa. Nos conocimos en los primeros años de la guerra civil. Éramos muy jóvenes y habíamos vivido entregados al estudio, preparándonos para un mundo muy distinto al que la guerra había traído. Yo, para vivir al lado de los gobernantes. Él, para criticarles sin piedad. Varios hombres y mujeres han ocupado mi corazón, pero él fue el primero de todos.
   »Cuando murió mi padre, a los cuatro años de empezar la guerra, me vi obligado a dejar los palacios y a marchar al este, condenado a vivir recibiendo noticias de la ruina del imperio. Estuvimos años sin vernos. En mi años de Játiva, entendí que sólo había sido un encuentro de juventud, y pasé simplemente a recordarle con cariño. Al regresar a la ciudad con Abderramán V, fuimos buenos amigos. Tú debías ser sólo un niño -dijo, dirigiéndose a Asfur- cuando le mataron.
   Asfur reunió todo su valor para interrumpir el soliloquio.
  -¿Por qué le mataron?
  -No era necesaria una razón para matar, aquella noche. Aun así, Liyún había dado muchas durante toda su vida, a todo el mundo. Decía lo que nadie se atrevía a decir, consideraba que la ofensa era un derecho en una sociedad libre. A veces decía cosas que ni siquiera creía, sólo porque consideraba que alguien necesitaba escucharlas y ofenderse.
  -Un provocador.
  -Un provocador convencido. Provocaba por igual a los tiranos y a muchos que creían en la libertad, porque siempre iba más allá de lo que, según ellos, debía permitirse a un hombre libre. Así que ni siquiera supimos nunca quién empuñó la espada.
  -Él era necesario en esta ciudad -intervino Ludovico-, y lo seguiría siendo ahora. Se pasó toda la guerra hablando en las plazas. Ayudó a mucha gente a superar el miedo de aquellos días.
  -¿Y cuándo ocurrió?
Hubo un instante de silencio. Ibn Hazm respondió.
  -El día en que asesinaron a Abderramán V. La revuelta estalló, según muchos, por la subida de los tributos. Hubo un tumulto enorme en toda la ciudad, gente con armas en las calles y un asalto al Alcázar. Yo estaba con Ludovico en el mercado cuando llegó el rumor de lo que había ocurrido, y corrimos a escondernos. Cuando salimos de nuestro refugio, no había forma de saber quién, de entre los partidarios del Califa, había sobrevivido a la revuelta. Tuvimos que ir casa por casa, pero yo no pude encontrar a Liyún en la suya. Al día siguiente me llevaron hasta su cuerpo. Yo mismo le enterré.
   Nadie movió un párpado, ni siquiera Ludovico. Las almas estaban en carne viva. Ibn Hazm seguía de espaldas a la mesa, mirando a la pared. Bebió un poco de vino, y dejó que pasara el tiempo necesario para que, sin que se rompiera el silencio, las preguntas tomaran forma en el aire de la habitación.

   Y el poeta les contó lo que había venido a hacer a Córdoba. Hubo tanto que contar, que la noche envejeció y los espíritus rejuvenecieron, que los vivos estaban agotados y los muertos parecía que volvían a vivir. La historia del exiliado se abrió, cristalina, ante sus compañeros, que entendieron por fin su obra, su camino y su misión.

* * *
Da vueltas el espectro en torno al enamorado anhelante,
que, si no fuese porque espera la visita del fantasma, no dormiría.
No os asombréis de que se oriente en la sombría noche:
su luz ahuyenta las tinieblas en la tierra.
Ibn Hazm de Córdoba, "El collar de la paloma", siglo XI


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martes, 2 de mayo de 2017

El pastor de estrellas (1 de 3)

 A todos los que algún día pasaron por aquí y, en especial, a los personajes de este cuento.

* * *

Aunque te encubra el hueco de la tumba,
yo no puedo esconder mi amor por ti.
He ido a tu casa, movido de nostalgia,
después que el tiempo rodó y pasó sobre nosotros,
y al hallarla desierta y vacía,
mis ojos han vertido por ti amargo llanto.
Ibn Hazm de Córdoba, "El collar de la paloma", siglo XI


   No sé cuánto vive una palmera. Cincuenta, cien años, quizás, de modo que seguramente no fuera el mismo árbol que plantó el primer emir de la Córdoba independiente, Abderramán I, con aquella semilla traída de Siria (ay), y con el que compartía sus confidencias y sus penas de emigrante. Pero nuestro hombre tampoco sabía cuánto vivía una palmera y, como era costumbre en él, optó por el romanticismo.

   No podía ser la misma palmera, digo, aquella bajo la que Alí Ibn Hazm se recostaba a la sombrica (el diminutivo se le pegó en Almería) en aquel mes de mayo de mediados del siglo XI, pero él pensó que sí. Ibn Hazm, uno de los más importantes historiadores y poetas de Al Andalus, contaba cuarenta y tantos años. Póngale usted barba y turbante, si quiere, para irse metiendo en la historia. Hacía unos quince años que no pisaba la ciudad y ahora la contemplaba en la lejanía, desde el antiguo palacio de la Arruzafa en las colinas del norte, sin atreverse del todo a empezar la última etapa de su camino de regreso. Dio un paso, y bajo sus pies se chafaron un par de dátiles. A su edad, Ibn Hazm debería ser ya uno de los personajes más importantes de Córdoba. No en vano, era hijo de uno de los principales altos cargos del califa Hisham II y se había criado en la corte del visir Almanzor, más o menos durante el cambio de milenio.

   Probablemente habría llegado a visir si no se hubiera ido todo al garete en la interminable guerra que desmembró y, finalmente, destruyó el Califato entre los años 1009 y 1031, debido a la ambición del propio Almanzor y sus descendientes. Árabes, bereberes y cristianos se aliaron y guerrearon divididos en reinos, ciudades y tribus, con tal saña que parecían querer desmentir a los que siglos después no les considerarían a todos ellos como verdaderos españoles. La mayor ciudad de Europa fue atacada y asediada una y otra vez, sus palacios fueron saqueados, lo que quedaba de sus bibliotecas fue quemado y los nombres de los califas se sucedieron sin que nadie volviera nunca a recuperar el control real sobre el antiguo imperio cordobés. En alguna ocasión Ibn Hazm, retornando de su exilio intermitente en el Levante, apostó por aspirantes al trono pertenecientes a la legítima familia real, los Omeya, pero todos esos intentos fracasaron miserablemente.

   Corrían ya los años cuarenta y el panorama había cambiado. El reino de Toledo contenía a los leoneses en el norte, y en el sur poco a poco se establecía un nuevo equilibrio en torno a la taifa de Sevilla. En Córdoba, hartos de la guerra, los ciudadanos habían dado el poder a una de las pocas familias a las que aún respetaban. Se estableció un consejo de sabios para regir la ciudad, algo parecido a un senado, y Córdoba se convirtió en una de las primeras 'repúblicas' en existir en la historia de la Península: la república de los Banu Yahwar.

   El nuevo ambiente de paz y relativo renacimiento atrajo a Ibn Hazm. Sin renunciar a su vida seminómada, quiso hacer una última visita a su tierra, donde siempre tuvo más enemigos que amigos. También es verdad que, durante las últimas décadas, ambos colectivos se habían dedicado a matarse entre ellos hasta dejar a Ibn Hazm tan falto de amenazas como de compañía. Uno de los pocos amigos que le quedaban, según había oído, era un artesano cristiano de la Axerquía llamado Ludovico.

   Ibn Hazm caminaba por la enorme llanura, cubierta de matorrales, que medio siglo atrás fueran los arrabales occidentales de Qurtuba. Durante la guerra, indefensos ante los soldados bereberes, los pobladores se habían refugiado tras las murallas abandonando sus casas, de las que en muchos casos ya sólo quedaban los arranques de los muros. Se detuvo a observar a una muchacha que cavaba junto a las ruinas. Apenas a unos centímetros bajo el suelo, en un estrato de hollín, sangre y vergüenza, apartaba con cuidado pequeñas piezas. Algunas, las que no parecían interesarle, las arrojaba al camino por encima de su hombro, y una de ellas cayó a los pies del poeta. Era una moneda de los tiempos de Almanzor, como las que él mismo guardó en las huchas de su infancia. Miró confuso a la muchacha y pensó en voz alta.
  -Esto es una moneda.
   Ella se detuvo un instante y se volvió; examinó a Ibn Hazm y le sonrió.
  -Puedes quedártela.
   Sin un motivo concreto, él se agachó y se guardó el dinar. Dudó si seguir su camino, pero le mordía la curiosidad.
  -Si no buscas monedas, ¿qué buscas?
   Ella se giró de nuevo y sonriendo aún más, le dijo:
  -Joyas. Joyas antiguas.
   Ibn Hazm le miró a los ojos y supo que, a la vez, mentía y decía la verdad. No actuaba como una saqueadora. Había algo de ironía en su respuesta y su expresión, pero no parecía querer hablar, y él respetó su misterio.
  -Suerte -concedió él.
   Y siguió andando.

   A medida que se acercaba a la muralla, la proporción de casas en pie iba aumentando. Puede que algunas hubieran sobrevivido al fuego, o puede que los cordobeses hubieran empezado de nuevo a sentirse seguros viviendo extramuros. Un pequeño mercado aglutinaba a la gente bajo el sol de mayo, no lejos de la monumental puerta de Amir que se abría en la muralla. Frente a la puerta, formada por dos enormes columnas romanas y un dintel de mármol, un puentecillo permitía salvar el arroyo que bajaba de la sierra hacia el Guadalquivir. Algunas tiendas se disponían en círculo, en torno a unas ruinas que levantaban apenas un metro del suelo, y que debían ser restos de algún enorme edificio de la antigüedad, con una curiosa forma cilíndrica.

   Ibn Hazm empezó a caminar más despacio, prestando atención a los mercaderes. Había mucho más género que la última vez que paseó por allí, las huertas se habían recuperado y los artesanos, de nuevo, podían dedicarse más al barro que al hierro. Un poco escondida en la segunda fila de tiendas, había una con un puñado de curiosos artilugios de madera, vidrio y forja, pero sobre todo cubierta de dibujos y muestras de caligrafía. Algunos diseños imitaban, distorsionando la forma de las letras, el propio concepto que describían. En el caso de los seres vivos, esto bordeaba los límites de la ley islámica. Los bordeaba por el lado de dentro, para no provocar en exceso a los alfaquíes, y la mano que conducía los trazos dentro de ese margen pertenecía a Ludovico. Por primera vez en varios días, el poeta sonrió.

   Ludovico conversaba animadamente con un joven de aspecto germánico, ojos claros y barba rubia. Ibn Hazm se acercó despacio, sin que ninguno de los dos reparara en él. Discutían sobre la necesidad de árboles de sombra en la zona donde se celebraba el mercado cada semana. El germano insistía en que deberían plantarse árboles que, aunque crecieran más despacio, vivieran durante décadas y fueran resistentes al clima andaluz. Le parecían bien las palmas, pero soñaba con sembrar el paseo de alcornoques o encinas como las de las dehesas del norte. Ludovico le dijo que eso estaba muy bien, pero que el Consejo probablemente pondría unos lienzos de tela de mala muerte, encargados y pagados al cuñado de uno de los miembros. Lo decía medio en broma, medio en serio, un poco por hacer rabiar al germano, y efectivamente al chico se lo llevaban los djinn cuando oía esas cosas.

   Fue entonces cuando Ibn Hazm puso la mano en su hombro. Ludovico se giró y se le iluminaron los ojos. Se diría que estuviera viendo una aparición. Se abrazaron, Ibn Hazm le tomó las manos y le bendijo a él, a su madre, a su abuela y a todo su ADN mitocondrial hasta los tiempos del rey Rodrigo, Ludovico se emocionó y le preguntó que dónde carajo se había metido todo ese tiempo, que la guerra había acabado hacía años y que nunca supo a dónde enviar sus cartas y sus grabados. Le presentó al joven, Asfur, que no era sino su aprendiz, y la puesta al día entre los dos amigos avasalló al chaval. Fue una avalancha de nombres y de anécdotas de tal calibre que parecía que ambos personajes conocían toda la ciudad, desde los palacios a los cementerios (aunque estos dos sectores últimamente solían solaparse). Asfur se despidió educadamente y le dijo a Ludovico que le vería más tarde en su casa. La charla se prolongó bajo el sol atorrante.
  -No es mi intención estar aquí muchos días. Quiero respirar este aire una vez más y luego volver al levante.
  -Podrías quedarte, Alí. Los Yahwar no te molestarían, podrías empezar de nuevo. Mi casa es la tuya.
  -No, no. Demasiados recuerdos y demasiados enemigos. Sabes que perdí a muchos a quien amaba, y que las espadas que les mataron aún están en los baúles de esta ciudad, limpias y cuidadas.
 
   Muchos días amargos se agolpaban en la memoria del poeta. Aquellas espadas relucieron durante años, en la guerra y en la traición. Relucieron el día en que todo se perdió, el día en que Abderramán V, después de sólo un mes y pico de califato, fue asesinado en las salas de baños del Alcázar. Después de él ya no quedó esperanza para la familia real, omeyas contra omeyas enfrentados en la rápida cuesta abajo de los años veinte. Esa noche, la multitud tomaba las calles de nuevo mientras Ibn Hazm y Ludovico se escondían en el sótano de una casa junto a la puerta de Almodóvar, lamentando vivir en el día de la marmota de las revoluciones andalusíes.

  -¿Has venido por eso?
  -En parte.
   Ludovico sabía que Ibn Hazm no era un hombre de venganzas. Pero era un hombre de vivísima memoria.
  -No hagas ninguna locura, Alí.
  -No la voy a hacer. No he venido a buscar sangre.
  -No alcanzo a comprenderte. ¿Qué has venido a buscar?
  -Una joya antigua, amigo.
  -¿Qué joya? ¿De qué hablas?
   Se le acercó y le contestó al oído. Ludovico no daba crédito a lo que escuchaba. Sonrió.
  -Pero... pero eso es maravilloso. Yo lo vi. Lo tuve en mis manos. Siempre me pregunté si...
   Ibn Hazm continuó la confidencia unos segundos más.
  -¿Y dónde?
   Una última retahíla de susurros, antes de que ambos callaran y se miraran.
  -Pero Alí... ya no se puede entrar ahí. Nadie ha vuelto allí desde aquel día.
  -Por eso te necesito. Y una vez que lo haya conseguido, ya no tendré motivos para volver a esta tierra de fantasmas.
   Ludovico conocía a toda Córdoba. Sabía dónde encontrar una remota posibilidad de auxilio para su amigo, y no dudaría en ofrecérsela. Sabía a qué puerta debían llamar.
  -Por un fantasma, has venido hasta aquí.
  -Así es. Y he de bajar a buscarle, levantarle y llevarle conmigo.
   El cristiano puso su mano en el hombro de Ibn Hazm.
  -Y yo he de acompañarte aunque acabemos ambos en el mismo infierno.