La ciudad velaba, en pie toda ella, en la ladera desde la que se dominaba la calzada. Un mar de antorchas iluminaba de manera fantasmal la colina de Épora, cientos de ojos miraban fijos hacia el este, contemplando el insólito espectáculo. En el silencio de la noche, el metálico rugido de los pasos acompasados de los legionarios. La interminable fila de soldados que avanzaba, con sus armas envainadas, por la via Augusta, la gran ruta que comunicaba la Bética con Roma.
A lo largo de miles de kilómetros de incansable marcha, los pueblos y ciudades se habían vaciado de gente ansiosa por compartir el solemne momento del paso del ejército. La multitud se concentraba en la calzada. Si de día resultaba una experiencia imborrable, por la noche se convertía en un encuentro con los dioses. Aquella madrugada de noviembre del año 117, hasta el cielo de Hispania rendía homenaje al Optimus princeps, al Mejor entre los Emperadores. El gran Júpiter, su padre Saturno y su hijo Marte, dios de la guerra, estaban presentes junto a las constelaciones del otoño.
Una representación de cada una de las legiones que habían servido al Emperador en las guerras que llevaron a la gloria al Imperio Romano escoltaban ahora al gobernante en su último viaje. Los veteranos de Dacia, aquellos que vieron las montañas de Persia, los que sufrieron el desierto pétreo. Con sus hachas encendidas iluminaban el camino de vuelta a la patria de su líder, a la floreciente Bética. No le llevarían a su ciudad natal, Itálica, sino que descansaría para la eternidad en el foro de la capital provincial, la rica Colonia Patricia, antigua Corduba. Para ello había suprimido el Senado la prohibición de enterrar dentro de las urbes del Imperio, quedando así parte de los restos mortales en la capital, Roma.
Al borde del camino, a pocas millas ya de Colonia Patricia, un campesino admiró la vanguardia de la fúnebre comitiva. El rostro impasible de los enormes soldados de la infantería pesada, las disciplinadas columnas, el poder que desprendía la caballería en la penumbra. Al fin, el gigantesco carro que transportaba la urna de mármol, en cuyo interior, un cofre metálico escondía las cenizas del Emperador. El súbdito bajó la cabeza y murmuró para sí:
- Que la tierra te sea leve, príncipe Trajano.
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Fue bajo el mandato de Trajano cuando el Imperio alcanzó su máximo esplendor. Curiosamente, fue el primer emperador hispano, y el primero también de fuera de Italia. Realmente, tras la muerte de Trajano, sus cenizas fueron introducidas en la base de la columna que lleva su nombre, en el foro romano, y saqueadas posteriormente durante las invasiones bárbaras.
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