A medidados del siglo XIX empezaba a despertarse por todo el país la conciencia de que era necesario modernizar las grandes ciudades en expansión, permitiendo su extensión más allá de los límites del Casco Histórico. Las murallas, con tramos semiderruidos, eran una constante sangría para los Ayuntamientos encargados de repararlas, y daban una imagen de ruina y estrechez cuando se miraban desde el exterior. Sólo la necesidad de que existieran puertas donde cobrar las tasas al comercio las iban salvando de su destrucción.
En 1860, Barcelona y Madrid tomaron la decisión de que sus murallas, militarmente inútiles ya, y estéticamente desagradables, no tenían otro destino posible que no fuera un montón de escombros. En Córdoba, cuyo Casco Histórico estaba lleno de espacios baldíos y conventos desamortizados, se decidió con enorme alegría que había llegado el momento de hundir las puertas monumentales, derribar las muros que limitaban los barrios y plantar alamedas en el exterior. La ciudad debía abrirse al Paseo de la Victoria, a los Tejares, al ferrocarril.
Habiendo probado en 1852 lo fácil que resultaba hundir un monumento (la Puerta del Rincón), los avanzados y modernos cordobeses nos fuimos cargando las puertas de Gallegos, Baeza, Andújar, Plasencia, Misericordia... Enormes montones de antiquísimos sillares, ladrillos y tapial se levantaban en las afueras, conteniendo lo que un día fue la muralla de la Victoria, de Ronda de los Tejares, de Colón, de las Ollerías, de la Ronda de Andújar o del Campo Madre de Dios.
Por fin entraban y salían los carros libremente, la gente paseaba por los nuevos parques y mientras, solitarios, un puñado de hombres, como Ramírez de las Casas Deza o Teodomiro Ramírez de Arellano, lloraban por la pérdida de un trozo de la Historia de Córdoba.
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