domingo, 18 de noviembre de 2007

Hundamos las murallas (III): aquí no ha pasado nada

He aquí, ante todos los que pasamos varias veces al día por esta avenida, una obra maestra en el arte del disimulo. Una joya del típico sistema andaluz de resolución de problemas, en un solar demolido hace algo más de un año en la avenida de las Ollerías, frente a San Cayetano.

No podemos culpar al operario en cuestión, porque a él sólo le dijeron que echara abajo la casa sin tocar el muro del fondo. Seguro que el pobre hombre no le dio mayor importancia al hecho de meterle un bocado considerable a la pared, que de todas formas era de tapial, es decir, una especie de barro comprimido. Vaya, lo que se dice una mierda de muro. Igual que los sesenta metros que otro compadre se cargó hace veinte años junto a la Malmuerta.

No es el verdadero problema el hecho de que se deteriorara la muralla de origen almorávide (probablemente algo anterior) de la Axerquía, que hunde sus raíces en el siglo XI, porque esta vez ha sido un boquete pequeño. Lo que te duele en el alma son los ladrillos sueltos que llevan ahí puestos como diez meses, viendo pasar las estaciones, arañando el tapial, sin que a nadie se le ocurra una idea mejor, sin que nadie sepa cómo se restaura de urgencia un monumento para que cada vez que caigan cuatro gotas no se deshaga un poco más.

Dan ganas, cuando se anuncia un derribo, hacer con la muralla que está empotrada en muchas casas de Córdoba lo que hacían los soldados en el frente antes de la amputación de una pierna: escribir con letras grandes en la que les quedaba sana “esta no, por favor”.

jueves, 15 de noviembre de 2007

El cólera de 1835: la resurrección del linero

En el año 1835, mientras el país se enfrentaba duramente en las guerras carlistas, se extendió por España, por primera vez, una epidemia de cólera. Córdoba no fue una excepción y pronto, pese a haberse extremado las medidas de prevención, la enfermedad entró en la ciudad y comenzó a cundir el pánico entre la población.

El miedo al contagio era tal que los muertos por la enfermedad eran enterrados a toda prisa, con el fin de evitar, aun saltándose las tradiciones establecidas, que la familia pudiera contraer también el mal.

Esto ocurrió con un vecino linero, de apellido Martínez, de la ya mencionada calle Almonas, que enfermó gravemente ante la impotencia de su mujer e hijos. Tan consumido estaba, que un día cerró los ojos y, la mujer, entre llantos, mandó llamar a varios voluntarios para que trasladaran el cuerpo hasta los cementerios extramuros donde se acumulaban los fallecidos.

Le trasladaban en su caja camino de Puerta Nueva para sacarlo de la ciudad, cuando el linero volvió en sí, y comenzó a golpear la madera mientras preguntaba a voces a dónde le llevaban. Aterrorizados, los hombres dejaron caer el rústico ataúd, del que salió, confuso, el enfermo, que se dirigió tambaleante a su casa. 

Al verlo entrar, la mujer se arrodilló ante él y comenzó a exclamar con asombro que su marido había vuelto del más allá. Las demás personas presentes también se maravillaron de lo sucedido, y cuando la mujer empezó a preguntarle por sus propósitos, y sobre cuántas misas quería que se le dijeran, el marido, cansado, no supo ya cómo hacerla entrar en razón. De manera, que haciendo acopio de fuerzas, y para demostrar su naturaleza carnal, nos cuenta Ramírez de Arellano que la emprendió a silletazos (sic) con los presentes, hasta que, una vez más tranquilos todos, pudo explicarse ante ellos.

lunes, 12 de noviembre de 2007

Cervantes y Córdoba

Si hay un escenario recurrente para las andanzas del Quijote, éste son las ventas y posadas de los antiguos caminos españoles. Y entre las que aparecen citadas en la novela, la Posada del Potro es una de las que más se repiten, dada la importancia que en su tiempo debió tener como descanso obligado en el viaje entre la recién instalada villa y corte de Madrid y el gran puerto del sur, Sevilla.


Hay dos mosaicos de azulejos en Córdoba que recuerdan las citas de Miguel de Cervantes. Uno lo podemos encontrar en la puerta de Osario, sobre el muro ocre, y es el que se limita a señalar que el autor “mencionó este lugar en sus obras”. El otro, situado en la misma plaza del Potro, no duda en afirmar que Córdoba fue citada “en la mejor novela del mundo”, “El Quijote”. El abolengo cordobés que tenía el escritor, según se afirma en la inscripción de 1917, le venía por parte de padre.


En “El Quijote” se cita la posada del Potro entre aquellas por las que un ventero había pasado en los años de su juventud (Capítulo III, parte primera) y vuelve a mencionarla en parecida situación en el Capítulo XVII. Hace también referencia al Gran Capitán (“renombre famoso y claro y dél solo merecido”) en el Capítulo XXXII, al hablar de una serie de libros valiosos.


Del mismo modo, y durante el “donoso escrutinio” (Capítulo VI) en que el cura y el barbero criban la biblioteca del Quijote, se menciona un libro del jurado cordobés Juan Rufo, “La Austríada”, junto con otros dos de distintos autores, de los cuales afirma el sacerdote:


- “Todos estos tres libros son los mejores que en verso heroico en lengua castellana están escritos, y pueden competir con los más famosos de Italia: guárdense como las más ricas prendas de poesía que tiene España.”

viernes, 9 de noviembre de 2007

La posada del Potro

Uno de los lugares donde se puede vivir la leyenda de la ciudad es la plaza del Potro, centro de negocios de Córdoba desde los tiempos inmediatamente posteriores a la conquista y lugar de encuentro entre residentes y forasteros camino de la Baja Andalucía. Cervantes mencionó el lugar varias veces en el Quijote, y así lo recuerdan los azulejos de la imagen. Desde el siglo XIV (que se sepa) hasta 1972 funcionó una posada, que se convirtió en uno de los lugares más populares de la ciudad. Actualmente se encuentra en obras, y en mayo se reabrirá como local para espectáculos flamencos.

Nada que ver con el ambiente que, según nos cuenta Ramírez de Arellano, se vivía en ella a mediados del mencionado siglo XIV, reinando en Castilla Pedro I el Cruel.


Nos habla de un mesonero contrahecho, de carácter traicionero y poco popular en el barrio. Una noche de intensa tormenta, en medio de una tromba de agua, habría llegado al Potro, a lomos de un magnífico caballo, un joven capitán del ejército castellano, que se dirigía a Sevilla a encontrarse con el Rey. Pidió posada y allí cenó, junto a otra gente de menor distinción, reparando en la que se suponía (aun sin que hubiera parecido) hija del mesonero, que también se había fijado en él. La misma muchacha que, cuando el mesonero acompañaba al capitán a la mejor habitación de su posada, le agarró de un brazo y le advirtió:

- Caballero, no durmáis.

Confuso, el viajero pasó las horas espada en mano, en un rincón de la habitación, mientras el viento y la lluvia sacudían los postigos, hasta que empezó a percibir un pequeño chirrido, como de una portezuela. Allí, entre las sombras, pudo distinguir al mesonero, esperando asomado a que se durmiera y bajara la guardia.


Le ahuyentó con la espada y saltó rápidamente a un patio donde le esperaba la joven, que le acompañó hasta las caballerizas y le despidió a toda prisa, tras pedirle:

- Caballero, idos y contad al Rey lo que pasa en el mesón del Potro.

Y antes del amanecer, ya cruzaba el puente el capitán, camino de Sevilla y de su Alcázar.


Tras el abrazo de bienvenida de Pedro I, el semblante del Rey se fue ennegreciendo al conocer las noticias que traía el capitán. Aunque bromeaba con la medida en que la mujer había hecho perder la razón al soldado, decidió ir a Córdoba en persona para comprobar sus afirmaciones.


Y así, ante la sorpresa del Corregidor, de los caballeros Treces y de todos los habitantes, se presentó el Rey en el Alcázar de Córdoba y convocó allí a toda la nobleza, dando orden de que nadie saliera hasta que no llevara a cabo una tarea personal. Con todos ellos, se dirigió hasta la plaza del Potro, y entró en la posada, donde el mesonero le recibió con grandes honores, cambiándole el semblante cuando reconoció al capitán.


La muchacha se tiró a los pies del Rey y le pidió venganza y justicia, comenzando los hombres que le acompañaban a desenterrar cadáveres de viajeros asesinados por el mesonero para robarles, uno de los cuales resultó ser el verdadero padre de la joven.


El Rey montó en cólera contra el Corregidor, a quien acusó de incompetente, y ordenó atar al mesonero a una reja, mientras que dos caballos amarrados a sus pies eran espoleados para que le despedazaran, en medio del terror de la gente. El cuerpo fue arrastrado por la calle Lineros, y el Rey advirtió al Corregidor: “Ya que no sabes ejercer en mi nombre la justicia que te he confiado, he venido en persona a enseñarte tu deber. Mas ten entendido que si a hacerlo otra vez me obligas, haré recordar en ti al mesonero del Potro”.

martes, 6 de noviembre de 2007

El Pretorio

Cuando el ferrocarril no había llegado a Córdoba, y las huertas se extendían desde la tapia de la Merced hasta las faldas de la sierra, una de las últimas construcciones que se veían al salir de Córdoba era la minúscula ermita del Pretorio, un reducido humilladero adosado al muro que rodeaba la Huerta de la Reina, cuyos terrenos se extendían por lo que hoy son los jardines del Paseo de Córdoba, hasta las Margaritas.

Al tirarse la tapia para las obras del tren, la ermita, reconstruida varias veces antes de darle forma definitiva en el siglo XVIII, comenzó a resquebrajarse. El Ecce-homo venerado por los vecinos del barrio del Matadero (las escasas viviendas extramuros de la Malmuerta) fue trasladado a San Miguel, y la ermita fue derribada.

Los vecinos, indignados, comenzaron a reclamar, mientras recaudaban fondos para costearse ellos mismos otra capilla. Celebraron incluso una novillada en el barrio, lo cual convenció al Ayuntamiento, que completó el coste de la obra y se la encargó al arquitecto Don Amadeo Rodríguez. Terminada en 1872 en el emplazamiento en que la hemos conocido, se inauguró el día 14 de enero.

Una variación más ha sufrido, como consecuencia de las obras del Plan Renfe, cuando hace cinco años se la trasladó a los nuevos jardines, quedando en el suelo una línea de piedras que recuerda su antiguo emplazamiento junto al muro de la Merced.

domingo, 4 de noviembre de 2007

La fiebre amarilla de 1804: el cierre de Almonas

En cuanto llegaron las primeras noticias de que la enfermedad estaba afectando a varias poblaciones del litoral mediterráneo, se decidió que había que aprender de errores pasados y prepararse para combatir a la enfermedad con el único medio eficaz que se conocía: el aislamiento. Para ello se cerraron a cal y canto (en ocasiones, literalmente) casi todas las puertas de la ciudad, intactas aún en esa época, exceptuando las del Rincón, el Puente y Puerta Nueva, donde se colocaron hombres de confianza, entre ellos un médico que determinaba quién podía entrar y quién no. Los equipajes a los que se permitía el acceso a Córdoba eran fumigados, y los enfermos que llegaban eran enviados a la Arruzafa, el Carmen, San Cayetano, la Victoria y otros lugares y conventos de los alrededores de la ciudad.


No se puede saber si, como se ha contado, fue un cargamento de lino sin fumigar lo que entró en la ciudad o un simple mosquito portador. Fuera lo que fuera, consiguió llegar a una casa de la calle Almonas (actual Gutiérrez de los Ríos), y para el 4 de septiembre habían enfermado casi todos sus habitantes y numerosos vecinos.


La concentración de casos en el barrio de San Andrés alcanzó tal nivel que, a pesar de que ya se habían extendido los enfermos por toda la ciudad, se tomó la decisión más drástica. Se levantaron muros en todas las calles que afluían a las calles Almonas, Huerto de San Andrés y Carretera, como se ve en la imagen, quedando aislado todo el barrio entre la Espartería, el Realejo y la Almagra. En diversos puntos, se instalaron postigos para pasar víveres a los vecinos en cuarentena, que se limitaron a rezar para que, como ocurría en muchas ocasiones, sufrieran sólo una leve versión de la enfermedad.


Mientras, en el resto de la ciudad, se delimitaban los espacios en los hospitales para los enfermos de fiebre amarilla, y se habilitaban cementerios en exclusiva para ellos. Más de 1.500 cordobeses murieron víctimas de la enfermedad hasta que, el día 26 de noviembre, se hizo público el fin de la epidemia, celebrándose con fiestas y ofrendas en las parroquias a la vez que se echaban abajo los tabiques de cuarentena.

viernes, 2 de noviembre de 2007

La Chiquita Piconera

Al fondo, cae el atardecer oscuro sobre Córdoba. En primer plano, llena de luz, la mirada firme de María Teresa López, que se sabía desde hacía años el objeto de deseo de Julio Romero de Torres, y que aun así seguía accediendo a posar durante horas para sus retratos, entendiendo quizás que se aseguraba, de este modo, quedar en la memoria y en la retina de todos los cordobeses.

Es 1930, primeros meses, y el pintor sabe que no le queda mucho tiempo. Dicen que refleja su propia angustia en los ojos de la mujer morena, que el entorno tenebroso del cuadro no es sino el sentimiento que le atenaza. Y tarde tras tarde, en su estudio de la plaza del Potro, se aferra a aquello que mantiene encendido su corazón.


Entre continuas interrupciones de su recelosa mujer, que eran agradecidas con alivio por la propia Chiquita, y que malhumoraban al maestro, pasaban los trazos y los días, y el hombro de María Teresa se estremecía de frío en aquellas últimas semanas de invierno.


Invierno que, para ella, duró toda la vida, por la tristeza y el dolor que le causaron los rumores, la incomprensión y la maldad que amargaron sus días tras posar para el pintor. Cuando los ojos de María Teresa se cerraron en 2003, muriendo mayo, esta ciudad se perdió un poco a sí misma, sin haberse conocido, sin haberse confesado lo que una parte debía a la otra. El sacrificio de la Chiquita Piconera fue dar su vida y su alegría por ponerle rostro a nuestra tierra.

martes, 23 de octubre de 2007

Habrás de jurarlo

Cuenta la tradición, transmitida por varias generaciones de cordobeses, que el padre Andrés de las Roelas, en aquellas noches de primavera de 1578, se sentía carcomido por la duda, por la sospecha de que todo pudiera ser un engaño de sus mermados sentidos, una consecuencia de la enfermedad que padecía.

Desde aquella noche en que, animado por una voz interior (Sal al campo y sanarás) salió al Marrubial desde su casa, cerca de San Lorenzo, y se le aparecieron cinco caballeros, quienes le aseguraron que los restos recientemente encontrados en la iglesia de San Pedro pertenecían a los mártires de Córdoba, Acisclo y Victoria.

El joven que, desde entonces, le visitaba por las noches para contarle historias sobre estos mártires, y que se había identificado como el Arcángel San Rafael, había motivado sus consultas con otros religiosos, e incluso con el Provisor de los Jesuitas, el cual fue claro en su consejo: que la visión demostrara ser quien decía.

Esa fue la condición que puso el padre Roelas para escucharle la quinta noche de apariciones. Cuentan que el ángel, se dice incluso que con irritación, mostró su autoridad con un juramento: "Yo te juro ante Cristo crucificado que soy Rafael, ángel a quien Dios tiene puesto por custodio de esta ciudad".

Así lo contaron los cordobeses cuando los escritos privados del sacerdote se dieron a conocer, y así lo grabaron los escultores en los triunfos por toda la ciudad.

viernes, 21 de septiembre de 2007

Las Siete Revueltas

Uno de los rincones más desconocidos y menos transitados del Casco Histórico es el conjunto de callejas agrupadas bajo el nombre de las Siete Revueltas, que empiezan justo enfrente de la iglesia de Santiago y van trazando varios ángulos y dejando callejones sin salida hasta desembocar en la calle Alfonso XII (la que va de San Pedro a Derecho).

Este olvidado lugar albergó en su día el caso de mayor longevidad de la ciudad de Córdoba, registrado por el censo de 1718. Habitaban estas callejas unas veinte personas de origen africano (aunque llaman la atención sus nombres, españoles, quizás por nacimiento en colonias o por un cambio posterior), una de las cuales, María de la Encarnación, contaba ciento catorce años de edad. Su vecina Ana Catalina la seguía con ciento cinco, según cuenta Ramírez de Arellano en los Paseos.

Pero sin duda lo más importante de las Siete Revueltas es la llamada Casa de las Campanas, que toma su nombre de su antiguo uso como fundición, y que constituye una de las joyas de la arquitectura civil cordobesa. Es de estilo mudéjar, del siglo XIV, y las arquerías y elaborados relieves la hacen comparable en valor a la Casa del Indiano. Hoy día está dedicada a la Biblioteca Viva de Al Andalus, así como a festivales de música y otros actos culturales.

jueves, 20 de septiembre de 2007

Córdoba frente al misterio (3): Don Severo Ochoa

Premio Nobel de Medicina y Fisiología, asturiano, fallecido en 1993. Uno de los españoles más importantes del siglo XX, investigador incansable en Biología Molecular y Bioquímica y Doctor “Honoris Causa” por la Universidad de Córdoba en el año 1989.

A finales de junio de 2007, una limpiadora, sordomuda, subió aterrorizada hasta la conserjería. En el semisótano había visto algo extraño. Acompañada por otra trabajadora, volvió a bajar, y señaló repetidamente al lugar en el que veía aquella figura, que nadie más conseguía distinguir.

Presa de la histeria, abandonó el escenario y prometió, aun costándole su puesto de trabajo, que nunca más volvería a aquel edificio. No fue hasta pasados unos días, en otras dependencias de la Universidad, cuando tuvo un segundo susto, en un pasillo, al observar colgada en la pared una foto que le resultó familiar. La mujer aseguraba que era el hombre que había visto en el pasillo del semisótano. Le informaron de que aquel hombre se llamaba Severo Ochoa.

Los trabajadores de servicios y muchos investigadores del módulo, que alberga los departamentos de Bioquímica, Biología Molecular y Biología Celular, manejan con abrumador desparpajo las palabras espíritu y fantasma, y coinciden en que nunca antes, ni después, ha habido un caso similar que haya turbado la calma del lugar. Del edificio C6, renombrado hace años, como reza el cartel de la entrada, como “Severo Ochoa”.

martes, 18 de septiembre de 2007

El muro en Fuentes Guerra

Esta foto nos muestra lo que en realidad cualquiera puede ver con asomarse por encima del muro que protege las obras del solar junto a la parada de Fuentes Guerra. Cimientos de construcciones recientes, muros de los bloques circundantes y, embutida en la Córdoba moderna, la muralla, con enormes bloques romanos y posteriores adiciones.

Hasta hace ciento cincuenta años, durante casi exactamente dos mil, un gran muro iba, sin interrupción, desde la esquina de la Puerta de Osario hasta la de la Victoria, y no se encontraba ninguna puerta hasta la de Gallegos. La calle Caño (la de Fuentes Guerra) no tenía el ramal que ahora la conecta con Ronda de los Tejares, Cruz Conde aún no había atravesado las antiguas callejuelas, la calle en "L" frente a Cajasur no era sino un callejón ciego, Gran Capitán era ocupada por un convento y huertas, y las otras dos pequeñas calles no se abrían aún a la avenida.

Era el lienzo norte de la muralla original de la Corduba republicana, especialmente fortificado en épocas posteriores, de manera que aquel barrio que la calle Cruz Conde desconfiguró se llamaba el Trascastillo y, por su apartada situación y enrevesadas callejas, fue uno de los centros de la mala vida cordobesa del XIX.

domingo, 16 de septiembre de 2007

Guía Arqueológica de Córdoba

En el año 2003 vio la luz uno de los más completos esfuerzos por acercar a los cordobeses la historia de su ciudad, prescindiendo en gran medida del relato histórico y basándose en la evidencia, en lo que los lectores pueden visitar un sábado por la tarde o un día libre.

Dirigida por el profesor de la UCO Desiderio Vaquerizo, la Guía Arqueológica de Córdoba se estructura en varios capítulos, en los que explica brevemente el contexto histórico de cada época, para a continuación analizar lo que podemos averiguar de ella en los restos arqueológicos y del trazado urbano actual.

Presenta varios itinerarios de visita por el centro, reconstrucciones por ordenador de edificios y monumentos desaparecidos, fotografías normalmente desconocidas de excavaciones arqueológicas y una completa guía de los fondos del Museo Arqueológico.

El libro es pequeño, manejable y comprensible gracias al glosario y a una línea cronológica que te permite situarte en cada momento de la historia. Muchos de sus contenidos se pueden ver también en la web www.arqueocordoba.com.

Guía Arqueológica de Córdoba
Editorial Plurabelle
312 páginas, color, 24 x 13 cm

miércoles, 12 de septiembre de 2007

La Fuensanta (III): el caimán

El río Guadalquivir, en tiempos históricos, no ha sido nunca refugio de caimanes. Y se hace muy raro que alguien, en siglos pasados, quisiera liberar uno en sus aguas por algún motivo. Sin embargo, la cultura popular ha construido en torno al caimán del santuario de la Fuensanta una curiosa historia.

Dice la tradición que este animal, merodeando las aguas y la orilla del río a su paso por Córdoba, estaba sembrando el pánico entre sus habitantes, sin que nadie se atreviera a hacerle frente. Al fin, decidieron ofrecer a un condenado a muerte (¿estaban de vacaciones todos los alguaciles de la ciudad?) el indulto a cambio de la caza del animal. Sin que haya trascendido cómo lo hizo, semejante motivación fue suficiente como para que le diera muerte en un arroyo cercano, quedando como recuerdo de aquellos días su cuerpo en el santuario.

Es una lástima que Ramírez de Arellano, el cronista de la Córdoba moderna y contemporánea, se limite a decir que el caimán fue traído de América, y que se puede relegar la otra versión al terreno de la fábula popular.

Y un pequeño detalle. En Ávila, en el santuario de Ntra Sra de Sonsoles, muy visitado en la ciudad, suelen llevar a muchos niños para que disfruten con el objeto más curioso del lugar: un caimán disecado.

jueves, 6 de septiembre de 2007

La Fuensanta (II)

En el año de 1420, según unos, y 1442, según otros, este ermitaño tuvo su respuesta. Afirmó que la noche del 8 de septiembre escuchó una voz que le revelaba la existencia de una imagen de la Virgen en el interior de la higuera, donde habría quedado escondida en tiempos de la dominación musulmana, envolviéndola el árbol en su crecimiento. Informado el obispo, se decidió cortar la higuera, apareciendo la imagen de barro de la Fuensanta.

Fue llevada a la Catedral mientras se construía el primer humilladero en el lugar, rápidamente sustituido a finales del siglo XV por la base del santuario actual. La fama de la Fuensanta se había extendido ya por todo el país, e incluso la reina Dª María de Aragón, esposa del rey D. Alonso, se acercó a Córdoba a mediados de dicho siglo, para curarse de una hidropia (no pregunteis). En agradecimiento, hizo al santuario donaciones suficientes como para levantar una hospedería para los pobres que llegaban hasta él.

Las leyendas y tradiciones sobre la Fuensanta necesitarían un blog para ellas solas, pero hay muchas que, por conocidas o curiosas, se pueden destacar.

Como la de los tres hermanos cordobeses que arrojaron a su hermana inválida al pozo del santuario para librarse de ella, contándose que ella misma salió por sus medios y se volvió andando a casa, curada.

O como el niño que en dicho pozo cayó en 1554, diciendo la tradición que el agua abría subido hasta hacer posible que saliera de él. O como el demonio que consiguieron expulsar, el 7 de junio de 1671, del cuerpo de una mujer llamada María Manuela, después de ocho meses de exorcismos e intentos fallidos.

lunes, 3 de septiembre de 2007

La Fuensanta (I)

Cuenta la tradición, ya casi olvidada, que un hombre llamado Gonzalo García, cardador de lana que habitaba el barrio de San Lorenzo en la primera mitad del siglo XV, salió un día a pasear por los alrededores de la ciudad, por la zona de la actual Facultad de Derecho. Iba lamentándose de la suerte de su familia, ya que había dejado en casa a su mujer, paralítica, y a su hija, que había perdido la razón.

Caminaba cerca del arroyo de las Piedras, que bajaba del Marrubial, y llegado un punto se encontró con tres jóvenes, un hombre y dos mujeres, a los que identificó como a la Virgen y a los patronos de Córdoba (Acisclo y Victoria). Se dirigieron a él y, señalando una fuente que brotaba de una higuera cerca de la puerta de Baeza (junto a las Lonjas), le dijeron que tomara agua y la llevara a casa, dando de beber a su familia. Compró un jarro en la calle del Sol y lo llenó, volviendo con su mujer e hija, que sanaron ese mismo día.

Cundió la noticia, y muchos cordobeses se fueron cercando al lugar, bebiendo y, según recoge la tradición, afirmando que gracias a aquel agua se curaban milagrosamente numerosos enfermos.

Uno de ellos fue un ermitaño de la Albaida, incurable, que se acercó, veinte años después del primer caso, a beber de aquella fuente y, agradecido por su sanación, quiso saber cuál era el origen de aquel misterio.