lunes, 2 de junio de 2008

Córdoba frente al misterio (7): el mensajero en las Clarisas.

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A media tarde. el aire le va enfriando la nariz al jinete. Se cubre un poco más el rostro y continúa su camino hacia el oeste, con el sol de cara, intuyendo a contraluz las primeras torres de la ciudad. Pasa un puentecillo sobre el arroyo que dicen del Pedroche y piensa que debería darle un poco de alegría al caballo, levantar polvo y esas cosas, que parezca que viene con mucha prisa cuando en realidad lleva dos días de retraso acumulado desde que pasó Toledo. Tres, si cuenta el que se le fue durmiendo cuando se puso tibio de Valdepeñas en la Venta del Alcalde, allende las umbrías del valle de Alcudia.


El jaco, apretando el trote, salva el arroyo de las Piedras. El camino se ensancha entre las huertas del campo del Marrubial y el jinete vuelve a mandar paso a la montura, entrando despacio y con la cabeza alta por la puerta de Plasencia. Se para. Mira a un lado y otro, y allí no hay nadie que controle el acceso. Confuso, avanza por calles que nunca ha visto. La plazuela de San Lorenzo, Santa María de Gracia. Buen hombre, ¿me puede indicar el nombre de esta iglesia? Zanandré, caballero. Tal y como le dijeron, gira a la derecha en Zanandré, y en un par de minutos está en Zantamarina. Allí, por fin, baja del caballo y pide permiso a un paisano para atarlo a su puerta. El paisano asiente mientras mira cómo abre las alforjas, saca un estuche de cuero y extrae de él un delicado envoltorio blanco de seda.

Ha viajado cien leguas hasta llegar aquí. Hasta el convento de clarisas de Santa Isabel de los Ángeles (el que cinco siglos después la ciudad conocería como San Pancracio), cuya puerta golpea un par de veces. Chirriando, se abre como por arte de magia. Luego comprueba que ha sido una monja minúscula que no levantará más de tres codos del suelo. Ave María Purísima. O buenas tardes.

- ¿Desea algo vuesa merced?
- He venido desde muy lejos para ver a la hermana Magdalena de la Cruz.
El tono solemne no impresiona a la monja. Parece como si todo el mundo fuera allí a lo mismo.
- Vengo desde Valladolid por orden de don Carlos, rey de España, y por la divina providencia, emperador semper augusto de los romanos. Su esposa, la emperatriz doña Isabel, desea que el contenido de este paquete sea bendecido por la hermana.

Estamos, poniendo imaginación, a mediados de marzo de 1527. Y el contenido de ese paquete, que la pobre monja recoge con manos más que nerviosas, son las ropas para el bautizo del hijo que esperan. El primogénito del Emperador, que si es niño recibirá el nombre de Felipe, y si llega a reinar, lo hará como Felipe II, rey de España, Nápoles, Sicilia y Portugal. Para empezar.

¿Qué hacían las ropas del bautizo de Felipe II visitando un convento que aún existe frente a Santa Marina? ¿Quién era esa monja, por cuya celda habrían de pasar cardenales, superiores generales de los franciscanos, nobles y hasta el mismo nuncio de Su Santidad, Juan Reggio? El nombre de Magdalena de la Cruz, que contaba entonces cuarenta años de edad, se había extendido como una mancha de aceite por toda la cristiandad. Eran tiempos convulsos, en que Roma necesitaba santos, místicos que mediante una relación directa con Dios desacreditaran a los reformadores luteranos. Diez años antes, Lutero había clavado sus tesis en la puerta de una iglesia en Wittemberg y su doctrina había arraigado con rapidez. Fray Luis de Granada tenía todavía veintitrés años. En Ávila, Santa Teresa de Jesús contaba doce años por aquel entonces. San Juan de la Cruz nacería en quince.

Y de pronto, de Córdoba, una oscura ciudad de la alta Andalucía, surgen testimonios de una monja que levita en mitad de la misa, y que hace que la hostia vuele hasta su boca. Que relata apariciones de santos, de almas del purgatorio y del mismo Jesús. Que es capaz de ver el futuro, y de estar en varios sitios al mismo tiempo. Que abre y cierra las paredes del convento a voluntad. Que afirma alimentarse únicamente con la comunión diaria.

Es la hermana Magdalena de la Cruz, nacida en Aguilar de la Frontera. En su historia personal no se sabe dónde empiezan los milagros y dónde terminan las trampas. Dónde termina el Diablo y dónde empieza la lujuria.

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