Escondidos entre las páginas de "El Collar de la Paloma" (Ibn Hazm, siglo XI), aguardan al curioso unos cuantos detalles de la vida cotidiana de la Córdoba califal en la que su autor vivió. Los cuenta como cualquiera de nosotros contaríamos que vamos al fútbol un domingo, pero con una perspectiva de mil años se pueden convertir en grandes sorpresas.
El imaginario colectivo dibuja a los califas de Córdoba con tez bronceada, cabellos morenos y ojos negros, pero a muchos les sorprendería la realidad. En el capítulo 7 del "Collar", se afirma con toda naturalidad que los gobernantes andalusíes preferían las amantes rubias, y que además todos ellos compartían esta característica genética, al menos desde al-Nasir (Abderramán III, primer califa).
Él, Alhakén II, Hisham II (Hixem II, tradicionalmente), el fugaz rey Muhammad al Mahdi, en los tiempos convulsos de la fitna, y el malogrado pretendiente omeya al trono Abderramán al-Murtada eran rubios y de ojos azules, como también sus hermanos y otros familiares, diciéndonos Ibn Hazm que no sería extraño que la costumbre de tener compañeras rubias y de piel clara hubiera sido heredada de sus antecesores en la época emiral. Así, los genes de las esclavas francas que los ejércitos traían a los mercados de Córdoba eran transmitidos a través de la línea hereditaria de una gran dinastía.
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sábado, 28 de junio de 2008
sábado, 21 de junio de 2008
Cercadilla en su tumba de hormigón
No fue ignorancia, no fue un descuido, no pudo ser una acción impulsiva. La destrucción del yacimiento arqueológico de Cercadilla fue el resultado de alguna reunión, de alguna conversación en que mucha gente con corbata se sentó y uno de ellos dijo: señores, he estado hablando con el arquitecto / técnico / ingeniero y no se hacen ustedes una idea de la pasta que nos pueden costar los pedruscos de la estación. Murmullos de desaprobación, negaciones con la cabeza, papeles revueltos, calada al puro. A las ocho de la mañana del día siguiente, los currantes tiran de excavadora, porque la orden es clara. La playa de vías, es decir, el hueco donde irá la prolongación de los andenes, debe quedar limpia hasta la profundidad que exige el proyecto.
En el año 1991, durante la construcción de la nueva estación de ferrocarril de Córdoba, adaptada al AVE, se descubrió en los terrenos conocidos como Cercadilla uno de los yacimientos más importantes del Imperio Romano. Ocho hectáreas llenas de estructuras en gran parte inexplicadas, una galería semicircular cubierta alrededor de la cual se disponían aulas, termas y otras estancias. Albercas, mosaicos, enterramientos cristianos, espacios reutilizados como basílicas bajoimperiales, arrabales de época califal...
Para el momento en que se ordenó la detención de las obras y el inicio de la investigación, aproximadamente el 70% de la superficie había sido arrasada, parte de los restos extraídos y conservados en bloques sueltos, y una fracción importante de los muros reducida a sus cimientos. Desde ese día hasta el vertido del hormigón previo a la terminación de las vías en 1994, la frenética actividad arqueológica tuvo que limitarse a estudiar lo que había quedado de lo que se consideró un palacio imperial, es decir, la residencia del Emperador durante sus períodos en la Bética.
Sin embargo, esta defición del yacimiento es muy pobre. Cercadilla ilustra un período de la Historia Antigua del que en su mayor parte no se tenía ni idea, a nivel local. Se han descubierto tumbas de obispos que ni siquiera estaban en las listas clásicas. Se ha postulado la ubicación de iglesias que la tradición popular había ido colocando en dos o tres sitios diferentes. Se ha encontrado material como para investigar, estudiar y publicar durante décadas.
Pero ya sólo podemos imaginar el criptopórtico completo, los jardines, los alzados de los muros. Nos vemos obligados a dibujarlos y a recrearlos por ordenador, porque ya nunca volverán a su lugar. ¿Pudo haberse salvado Cercadilla? Con suficiente inversión y voluntad política, probablemente sí. Habría sido necesario trasladar piedra a piedra, al estilo de los templos de Luxor, a una nueva ubicación todo el tesoro arquitectónico. O bien replantear la urbanización de un sector completo de la ciudad, curvar el tunel de las vías hacia el noroeste y dibujar un amplio rodeo salvando los restos por el norte. Expropiación de varias viviendas, ralentización de las obras, aumento del coste. Pero casi todo estaba por hacer. Estábamos a tiempo.
¿Habría merecido la pena? Habría aumentado el valor de Córdoba para el turismo cultural. Tendríamos en estos momentos proyectos para empezar a poner en pie de nuevo uno de los mayores palacios del Imperio Romano. Pero, sobre todo, habría sido un ejercicio de dignidad. De respeto a la Historia y al conocimiento. De inteligencia y de valentía. Yo quiero que esta ciudad sea Capital Europa de la Cultura. Pero por favor, no quiero escuchar hablar de ello a ninguna persona o institución de las que hace casi veinte años ampararon, autorizaron u ordenaron la mayor salvajada arqueológica de los últimos tiempos.
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La primera imagen muestra el yacimiento en 1992. Toda la zona a menor altura había sido arrasada para construir la playa de vías. La zona superior permanecía intacta bajo tierra, conservando los alzados que se ven en el corte del talud.
La segunda imagen es un plano del yacimiento. Las líneas diagonales muestran lo que se ha perdido bajo las vías del tren.
La tercera imagen es una reconstrucción parcial de las estructuras conocidas del palacio imperial.
En el año 1991, durante la construcción de la nueva estación de ferrocarril de Córdoba, adaptada al AVE, se descubrió en los terrenos conocidos como Cercadilla uno de los yacimientos más importantes del Imperio Romano. Ocho hectáreas llenas de estructuras en gran parte inexplicadas, una galería semicircular cubierta alrededor de la cual se disponían aulas, termas y otras estancias. Albercas, mosaicos, enterramientos cristianos, espacios reutilizados como basílicas bajoimperiales, arrabales de época califal...
Para el momento en que se ordenó la detención de las obras y el inicio de la investigación, aproximadamente el 70% de la superficie había sido arrasada, parte de los restos extraídos y conservados en bloques sueltos, y una fracción importante de los muros reducida a sus cimientos. Desde ese día hasta el vertido del hormigón previo a la terminación de las vías en 1994, la frenética actividad arqueológica tuvo que limitarse a estudiar lo que había quedado de lo que se consideró un palacio imperial, es decir, la residencia del Emperador durante sus períodos en la Bética.
Sin embargo, esta defición del yacimiento es muy pobre. Cercadilla ilustra un período de la Historia Antigua del que en su mayor parte no se tenía ni idea, a nivel local. Se han descubierto tumbas de obispos que ni siquiera estaban en las listas clásicas. Se ha postulado la ubicación de iglesias que la tradición popular había ido colocando en dos o tres sitios diferentes. Se ha encontrado material como para investigar, estudiar y publicar durante décadas.
Pero ya sólo podemos imaginar el criptopórtico completo, los jardines, los alzados de los muros. Nos vemos obligados a dibujarlos y a recrearlos por ordenador, porque ya nunca volverán a su lugar. ¿Pudo haberse salvado Cercadilla? Con suficiente inversión y voluntad política, probablemente sí. Habría sido necesario trasladar piedra a piedra, al estilo de los templos de Luxor, a una nueva ubicación todo el tesoro arquitectónico. O bien replantear la urbanización de un sector completo de la ciudad, curvar el tunel de las vías hacia el noroeste y dibujar un amplio rodeo salvando los restos por el norte. Expropiación de varias viviendas, ralentización de las obras, aumento del coste. Pero casi todo estaba por hacer. Estábamos a tiempo.
¿Habría merecido la pena? Habría aumentado el valor de Córdoba para el turismo cultural. Tendríamos en estos momentos proyectos para empezar a poner en pie de nuevo uno de los mayores palacios del Imperio Romano. Pero, sobre todo, habría sido un ejercicio de dignidad. De respeto a la Historia y al conocimiento. De inteligencia y de valentía. Yo quiero que esta ciudad sea Capital Europa de la Cultura. Pero por favor, no quiero escuchar hablar de ello a ninguna persona o institución de las que hace casi veinte años ampararon, autorizaron u ordenaron la mayor salvajada arqueológica de los últimos tiempos.
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La primera imagen muestra el yacimiento en 1992. Toda la zona a menor altura había sido arrasada para construir la playa de vías. La zona superior permanecía intacta bajo tierra, conservando los alzados que se ven en el corte del talud.
La segunda imagen es un plano del yacimiento. Las líneas diagonales muestran lo que se ha perdido bajo las vías del tren.
La tercera imagen es una reconstrucción parcial de las estructuras conocidas del palacio imperial.
miércoles, 18 de junio de 2008
Esta es mi tierra
Hoy, revista de prensa. Lamento presentar el tema en estos términos.
Uno, el brikindans.
Dos, el crusaíto.
Tres, el maikelyason.
Hagan juego. ¿A quién le toca ahora?
Uno, el brikindans.
Dos, el crusaíto.
Tres, el maikelyason.
Hagan juego. ¿A quién le toca ahora?
domingo, 15 de junio de 2008
Los Olivos Borrachos
Esta es la foto general de uno de los barrios más populares de Córdoba, nacido en los años veinte a la sombra de las vías del tren, como viviendas de ferroviarios y de trabajadores de la recién nacida Sociedad Española de Construcciones Electromecánicas. Sus primeras casas se construyeron en adobe y carbonilla prensada, y el barrio se mantuvo históricamente apartado de Córdoba por una zona de huertas que no fue ocupada por la expansión de Ciudad Jardín hasta los años sesenta y setenta.
El origen del nombre, según la Cordobapedia, está en la afición que algunos grupos de paisanos tenían de irse a jugar a las cartas al olivar que antiguamente ocupaba estos terrenos. Una vez allí, mandaban a los niños a las tabernas de la ciudad a buscar vino para que pasaran mejor la tarde los "borrachos de los olivos". Probablemente los que vivís por allí habréis oído unas cuantas versiones distintas a esta.
Lo que ha sido una sorpresa ha sido encontrar una referencia a este nombre mucho más antigua de lo que cabría esperar. Porque mientras habla de las zonas de Córdoba en las que se localizan ruinas de antigua población, que él no supo intepretar, menciona Sánchez Feria en su "Palestra Sagrada" del año 1772 una huerta con "olivos, que llaman Borrachos". Igual estaba allí, a kilómetro y pico de la vieja puerta de Gallegos, la primera zona de peroles que hubo en Córdoba.
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Foto tomada por Rafa Tena desde su paramotor: Córdoba desde el cielo.
El origen del nombre, según la Cordobapedia, está en la afición que algunos grupos de paisanos tenían de irse a jugar a las cartas al olivar que antiguamente ocupaba estos terrenos. Una vez allí, mandaban a los niños a las tabernas de la ciudad a buscar vino para que pasaran mejor la tarde los "borrachos de los olivos". Probablemente los que vivís por allí habréis oído unas cuantas versiones distintas a esta.
Lo que ha sido una sorpresa ha sido encontrar una referencia a este nombre mucho más antigua de lo que cabría esperar. Porque mientras habla de las zonas de Córdoba en las que se localizan ruinas de antigua población, que él no supo intepretar, menciona Sánchez Feria en su "Palestra Sagrada" del año 1772 una huerta con "olivos, que llaman Borrachos". Igual estaba allí, a kilómetro y pico de la vieja puerta de Gallegos, la primera zona de peroles que hubo en Córdoba.
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Foto tomada por Rafa Tena desde su paramotor: Córdoba desde el cielo.
jueves, 12 de junio de 2008
La gran riada de 1947
Algo más ligerito. Una foto impresionante, tomada de un libro de Arjona Castro, que muestra cómo se comportaba el Guadalquivir en los tiempos en que su caudal aún no estaba regulado por los distintos embalses que existen a lo largo de su cauce. Corresponde a la riada de 1947. No hay más que asomarse al río a la altura del Puente Romano para imaginar la cantidad de agua que tendría que llevar para dar como resultado esta foto.
Como veis, los ojos del puente están cegados por completo, y el agua ha inundado el Campo de la Verdad. Asoman sobre la superficie los tejados de los molinos más altos, los de San Antonio y Papalotierno. La imagen, tomada desde lo alto de la torre de la Catedral, vale más que cualquier descripción.
PD. Aquí os dejo una imagen del siglo XIX, prácticamente con el mismo encuadre, para que comparéis el nivel del agua.
Como veis, los ojos del puente están cegados por completo, y el agua ha inundado el Campo de la Verdad. Asoman sobre la superficie los tejados de los molinos más altos, los de San Antonio y Papalotierno. La imagen, tomada desde lo alto de la torre de la Catedral, vale más que cualquier descripción.
PD. Aquí os dejo una imagen del siglo XIX, prácticamente con el mismo encuadre, para que comparéis el nivel del agua.
lunes, 9 de junio de 2008
Córdoba frente al misterio (9): Balbán y Pitonio
(Ver anterior)
La confesión tuvo lugar en 1543, probablemente en otoño. Cuando el sacerdote se sentó al lado de la enferma, ésta comenzó a convulsionar, a gritar y a comportarse como una demente. Todas las monjas del convento se sobrecogieron, y el confesor llevó a cabo un exorcismo durante el cual, según relatan las crónicas, se escuchó al Maligno hablar por boca de Magdalena de la Cruz, afirmando tenerla en su poder desde la infancia. En presencia de la comunidad al completo, Magdalena relató cómo a partir de la adolescencia, un demonio llamado Balbán se le había aparecido en forma de bello muchacho, revelándole que todos los milagros y visiones eran obra suya, y que estaba dispuesto a concederle fama de santidad si accedía a un pacto de por vida con él y con su compañero Pitonio.
Magdalena relató cómo había mantenido durante décadas una relación con estos demonios, que los estudiosos de leyendas y folklore engloban en la categoría de duendes íncubos. Contó que, durante los episodios de bilocación, era el íncubo Pitonio quien adoptaba la forma de la monja para que nadie notara su ausencia, al tiempo que explicó con pelos y señales las visitas nocturnas que bajo diversas formas, a cual más exótica, le regalaban estos seres.
Curiosamente, Magdalena se recuperó de su enfermedad, en medio de un escándalo mayúsculo y de una enorme conmoción por toda Córdoba. El día 1 de enero de 1544 fue conducida presa a las cárceles de la Inquisición en Córdoba, en el Alcázar de los Reyes Cristianos, donde se preparó todo el proceso que juzgaría su trayectoria vital. Testigos, acusadores y religiosas fueron pasando por las dependencias del Santo Oficio, que durante dos largos años preparó la sentencia definitiva. Ésta fue leída en público auto de fe el día 3 de mayo de 1546, en que Magdalena de la Cruz salió del Alcázar vestida de monja sin velo, con una soga a la garganta, con mordaza y sujentando un cirio encendido en una mano, siendo conducida hasta la Catedral, donde se había dispuesto un tablado.
Cuentan que nunca fue tan larga una lectura de méritos como aquel día, ya que se prolongó durante toda la mañana y hasta bien entrada la tarde. La religiosa fue condenada a ser recluida a perpetuidad en un convento de su orden fuera de la ciudad (Andújar fue su destino), sin velo, comiendo los viernes al modo de las monjas penitentes, sin hablar con persona ajena a su comunidad a menos que tuviera el permiso expreso de la Inquisición y sin comulgar por espacio de tres años, salvo en peligro de muerte.
Queda para muchos la duda de cuál fue la verdadera naturaleza del caso Magdalena de la Cruz. Posesión demoníaca, duendes (en un sentido amplio y moderno) o, según dejan entrever algunos historiadores, simples tretas para disimular una vida basada en la soberbia y la lujuria, sin decidirse sobre qué deseaba más la religiosa, si pasar a la historia como santa o recibir la visita nocturna de su Balbán convertido en fraile Jerónimo, en hombre negro, en toro o en camello (sic, Menéndez Pelayo).
Sin embargo, hay un detalle que nadie se explica, y es la laxitud que muestra la Inquisición en su condena. Obligar a una monja a terminar sus días en un convento no parece adecuarse a la fama de un Tribunal que mandaba quemar a pobres incultos que cometían supuestos pecados guiados sólo por su desconocimiento o confusión. ¿Cuál fue la causa de este comportamiento? ¿Podía contar Magdalena encuentros nocturnos con alguien más que con Balbán y Pitonio? ¿Se tuvo en cuenta, como se dice, su avanzada edad y su arrepentimiento?
Algunas de las biografías más críticas, que se inclinan por la tesis de la farsa de la monja, omiten los supuestos milagros más espectaculares, o pasan de puntillas sobre ellos. Precisamente, sobre aquellos que dejaron más huella en el vecindario. Podría ser que, más allá de los aspectos religiosos, los inquisidores percibieran que juzgaban algo que no entendían del todo, con peligrosos flecos sueltos. A lo mejor no fueron benévolos, sino prudentes.
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Imagen: un íncubo dibujado por Ricardo Sánchez para "Duendes", de Carlos Canales y Jesús Callejo
La confesión tuvo lugar en 1543, probablemente en otoño. Cuando el sacerdote se sentó al lado de la enferma, ésta comenzó a convulsionar, a gritar y a comportarse como una demente. Todas las monjas del convento se sobrecogieron, y el confesor llevó a cabo un exorcismo durante el cual, según relatan las crónicas, se escuchó al Maligno hablar por boca de Magdalena de la Cruz, afirmando tenerla en su poder desde la infancia. En presencia de la comunidad al completo, Magdalena relató cómo a partir de la adolescencia, un demonio llamado Balbán se le había aparecido en forma de bello muchacho, revelándole que todos los milagros y visiones eran obra suya, y que estaba dispuesto a concederle fama de santidad si accedía a un pacto de por vida con él y con su compañero Pitonio.
Magdalena relató cómo había mantenido durante décadas una relación con estos demonios, que los estudiosos de leyendas y folklore engloban en la categoría de duendes íncubos. Contó que, durante los episodios de bilocación, era el íncubo Pitonio quien adoptaba la forma de la monja para que nadie notara su ausencia, al tiempo que explicó con pelos y señales las visitas nocturnas que bajo diversas formas, a cual más exótica, le regalaban estos seres.
Curiosamente, Magdalena se recuperó de su enfermedad, en medio de un escándalo mayúsculo y de una enorme conmoción por toda Córdoba. El día 1 de enero de 1544 fue conducida presa a las cárceles de la Inquisición en Córdoba, en el Alcázar de los Reyes Cristianos, donde se preparó todo el proceso que juzgaría su trayectoria vital. Testigos, acusadores y religiosas fueron pasando por las dependencias del Santo Oficio, que durante dos largos años preparó la sentencia definitiva. Ésta fue leída en público auto de fe el día 3 de mayo de 1546, en que Magdalena de la Cruz salió del Alcázar vestida de monja sin velo, con una soga a la garganta, con mordaza y sujentando un cirio encendido en una mano, siendo conducida hasta la Catedral, donde se había dispuesto un tablado.
Cuentan que nunca fue tan larga una lectura de méritos como aquel día, ya que se prolongó durante toda la mañana y hasta bien entrada la tarde. La religiosa fue condenada a ser recluida a perpetuidad en un convento de su orden fuera de la ciudad (Andújar fue su destino), sin velo, comiendo los viernes al modo de las monjas penitentes, sin hablar con persona ajena a su comunidad a menos que tuviera el permiso expreso de la Inquisición y sin comulgar por espacio de tres años, salvo en peligro de muerte.
Queda para muchos la duda de cuál fue la verdadera naturaleza del caso Magdalena de la Cruz. Posesión demoníaca, duendes (en un sentido amplio y moderno) o, según dejan entrever algunos historiadores, simples tretas para disimular una vida basada en la soberbia y la lujuria, sin decidirse sobre qué deseaba más la religiosa, si pasar a la historia como santa o recibir la visita nocturna de su Balbán convertido en fraile Jerónimo, en hombre negro, en toro o en camello (sic, Menéndez Pelayo).
Sin embargo, hay un detalle que nadie se explica, y es la laxitud que muestra la Inquisición en su condena. Obligar a una monja a terminar sus días en un convento no parece adecuarse a la fama de un Tribunal que mandaba quemar a pobres incultos que cometían supuestos pecados guiados sólo por su desconocimiento o confusión. ¿Cuál fue la causa de este comportamiento? ¿Podía contar Magdalena encuentros nocturnos con alguien más que con Balbán y Pitonio? ¿Se tuvo en cuenta, como se dice, su avanzada edad y su arrepentimiento?
Algunas de las biografías más críticas, que se inclinan por la tesis de la farsa de la monja, omiten los supuestos milagros más espectaculares, o pasan de puntillas sobre ellos. Precisamente, sobre aquellos que dejaron más huella en el vecindario. Podría ser que, más allá de los aspectos religiosos, los inquisidores percibieran que juzgaban algo que no entendían del todo, con peligrosos flecos sueltos. A lo mejor no fueron benévolos, sino prudentes.
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Imagen: un íncubo dibujado por Ricardo Sánchez para "Duendes", de Carlos Canales y Jesús Callejo
jueves, 5 de junio de 2008
Córdoba frente al misterio (8): los milagros de Magdalena de la Cruz
(Ver anterior / Ver siguiente)
Lo primero que hay que tener claro al hablar de Magdalena de la Cruz, es que muchas cosas jamás se explicarán completamente. Hay fechas que bailan, versiones que se solapan y fuentes que se equivocan. Voy a poner al final de la entrada los libros que se pueden consultar, muchos de ellos disponibles en Google Books, por orden cronológico, aunque los más antiguos no tienen por qué ser los más fiables.
Magdalena comenzó a tener apariciones a los cinco años, revelándosele que sería una famosísima santa. El mismo Jesús, según contó, le estigmatizó dos dedos de una mano diciéndole que no le crecerían más. Empezó a fugarse de casa y a intentar crucificarse en su habitación, hasta que fue enviada a las monjas franciscas (clarisas) de Córdoba, en 1504, a los diecisiete años. Allí gritaba y entraba en éxtasis cada vez que recibía la comunión, y se cuenta que levitaba en ese momento. Además, aseguraba que no comía ni bebía otra cosa.
Comenzó a predecir sucesos futuros, como la batalla de Pavía, la captura del rey de Francia o el nombramiento de su superior general, fray Francisco Quiñones, como cardenal. Afirmaba escuchar misa en Roma, o visitar conventos de otras órdenes mientras sus compañeras la veían en el suyo.
Con el tiempo, Magdalena se vino arriba y los milagros fueron subiendo de tono. Se dijo de ella que, estando incapacitada para moverse por una enfermedad, se abrieron las paredes del convento para que pudiera ver una procesión que pasaba frente a Santa Marina. Y luego vino lo del niño.
La monja afirmó haber quedado encinta por obra del Espiritu Santo, y haber dado a luz a un niño en Nochebuena. El recién nacido, según ella Jesucristo, habría desaparecido dejando como prueba de su paso los cabellos morenos de Magdalena de la Cruz convertidos en rubios. La gente se agolpó a las puertas de Santa Isabel para pedirlos como reliquias.
De vez en cuando hablaba en voz alta con un alma del Purgatorio que se le aparecía para pedirle intercesión, o se le acercaba al oído una paloma que presentaba a su comunidad como la tercera persona de la Trinidad (hablando de todo un poco).
Y claro, el resto de las monjitas estaban absolutamente asombradas, como toda la ciudad, consiguiendo Magdalena llegar a abadesa en el año 1533 y siendo reelegida en 1536 y 1539. Las más altas personalidades del Estado y la Iglesia pasaban por allí, el cardenal Manrique la llamaba muy preciada hija mía y la Emperatriz se dirigía a ella como mi mucho estimada madre y la más bienaventurada que había en la tierra. Ojo, que estamos hablando de la reina de media Europa. O más de media.
Hasta que, en 1542, un sector de la comunidad, que empezaba a desconfiar de tanto milagro y tanta abstinencia, consiguió nombrar a otra abadesa. Los maravedíes de las limosnas a Magdalena, que hasta entonces se gestionaban en común, pasaron a ser administrados por ella y las envidias y recelos se agudizaron. En el año 1543, enfermó de gravedad. Llamaron a un médico, y éste le dijo que moriría en breve con toda seguridad. Le ofrecieron confesarse y ella aceptó.
---
Algunas fuentes:
Siglo XVI: "Los dos tratados del Papa i de la misa", Cipriano de Valera, 1588, pp. 484-487 y 586-591.
Siglo XVII: "Casos Notables de la Ciudad de Córdoba", anónimo, relato 17.
Siglo XIX: "Historia Crítica de la Inquisición en España", Juan Antonio Llorente, 1822. "Paseos por Córdoba", Teodomiro Ramírez de Arellano, barrio de Santa Marina. "Historia de los heterodoxos españoles", Menéndez Pelayo, 1880.
Siglo XX: . "Duendes", Carlos Canales, p. 193.
Lo primero que hay que tener claro al hablar de Magdalena de la Cruz, es que muchas cosas jamás se explicarán completamente. Hay fechas que bailan, versiones que se solapan y fuentes que se equivocan. Voy a poner al final de la entrada los libros que se pueden consultar, muchos de ellos disponibles en Google Books, por orden cronológico, aunque los más antiguos no tienen por qué ser los más fiables.
Magdalena comenzó a tener apariciones a los cinco años, revelándosele que sería una famosísima santa. El mismo Jesús, según contó, le estigmatizó dos dedos de una mano diciéndole que no le crecerían más. Empezó a fugarse de casa y a intentar crucificarse en su habitación, hasta que fue enviada a las monjas franciscas (clarisas) de Córdoba, en 1504, a los diecisiete años. Allí gritaba y entraba en éxtasis cada vez que recibía la comunión, y se cuenta que levitaba en ese momento. Además, aseguraba que no comía ni bebía otra cosa.
Comenzó a predecir sucesos futuros, como la batalla de Pavía, la captura del rey de Francia o el nombramiento de su superior general, fray Francisco Quiñones, como cardenal. Afirmaba escuchar misa en Roma, o visitar conventos de otras órdenes mientras sus compañeras la veían en el suyo.
Con el tiempo, Magdalena se vino arriba y los milagros fueron subiendo de tono. Se dijo de ella que, estando incapacitada para moverse por una enfermedad, se abrieron las paredes del convento para que pudiera ver una procesión que pasaba frente a Santa Marina. Y luego vino lo del niño.
La monja afirmó haber quedado encinta por obra del Espiritu Santo, y haber dado a luz a un niño en Nochebuena. El recién nacido, según ella Jesucristo, habría desaparecido dejando como prueba de su paso los cabellos morenos de Magdalena de la Cruz convertidos en rubios. La gente se agolpó a las puertas de Santa Isabel para pedirlos como reliquias.
De vez en cuando hablaba en voz alta con un alma del Purgatorio que se le aparecía para pedirle intercesión, o se le acercaba al oído una paloma que presentaba a su comunidad como la tercera persona de la Trinidad (hablando de todo un poco).
Y claro, el resto de las monjitas estaban absolutamente asombradas, como toda la ciudad, consiguiendo Magdalena llegar a abadesa en el año 1533 y siendo reelegida en 1536 y 1539. Las más altas personalidades del Estado y la Iglesia pasaban por allí, el cardenal Manrique la llamaba muy preciada hija mía y la Emperatriz se dirigía a ella como mi mucho estimada madre y la más bienaventurada que había en la tierra. Ojo, que estamos hablando de la reina de media Europa. O más de media.
Hasta que, en 1542, un sector de la comunidad, que empezaba a desconfiar de tanto milagro y tanta abstinencia, consiguió nombrar a otra abadesa. Los maravedíes de las limosnas a Magdalena, que hasta entonces se gestionaban en común, pasaron a ser administrados por ella y las envidias y recelos se agudizaron. En el año 1543, enfermó de gravedad. Llamaron a un médico, y éste le dijo que moriría en breve con toda seguridad. Le ofrecieron confesarse y ella aceptó.
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Algunas fuentes:
Siglo XVI: "Los dos tratados del Papa i de la misa", Cipriano de Valera, 1588, pp. 484-487 y 586-591.
Siglo XVII: "Casos Notables de la Ciudad de Córdoba", anónimo, relato 17.
Siglo XIX: "Historia Crítica de la Inquisición en España", Juan Antonio Llorente, 1822. "Paseos por Córdoba", Teodomiro Ramírez de Arellano, barrio de Santa Marina. "Historia de los heterodoxos españoles", Menéndez Pelayo, 1880.
Siglo XX: . "Duendes", Carlos Canales, p. 193.
lunes, 2 de junio de 2008
Córdoba frente al misterio (7): el mensajero en las Clarisas.
(Ver siguiente)
A media tarde. el aire le va enfriando la nariz al jinete. Se cubre un poco más el rostro y continúa su camino hacia el oeste, con el sol de cara, intuyendo a contraluz las primeras torres de la ciudad. Pasa un puentecillo sobre el arroyo que dicen del Pedroche y piensa que debería darle un poco de alegría al caballo, levantar polvo y esas cosas, que parezca que viene con mucha prisa cuando en realidad lleva dos días de retraso acumulado desde que pasó Toledo. Tres, si cuenta el que se le fue durmiendo cuando se puso tibio de Valdepeñas en la Venta del Alcalde, allende las umbrías del valle de Alcudia.
El jaco, apretando el trote, salva el arroyo de las Piedras. El camino se ensancha entre las huertas del campo del Marrubial y el jinete vuelve a mandar paso a la montura, entrando despacio y con la cabeza alta por la puerta de Plasencia. Se para. Mira a un lado y otro, y allí no hay nadie que controle el acceso. Confuso, avanza por calles que nunca ha visto. La plazuela de San Lorenzo, Santa María de Gracia. Buen hombre, ¿me puede indicar el nombre de esta iglesia? Zanandré, caballero. Tal y como le dijeron, gira a la derecha en Zanandré, y en un par de minutos está en Zantamarina. Allí, por fin, baja del caballo y pide permiso a un paisano para atarlo a su puerta. El paisano asiente mientras mira cómo abre las alforjas, saca un estuche de cuero y extrae de él un delicado envoltorio blanco de seda.
Ha viajado cien leguas hasta llegar aquí. Hasta el convento de clarisas de Santa Isabel de los Ángeles (el que cinco siglos después la ciudad conocería como San Pancracio), cuya puerta golpea un par de veces. Chirriando, se abre como por arte de magia. Luego comprueba que ha sido una monja minúscula que no levantará más de tres codos del suelo. Ave María Purísima. O buenas tardes.
- ¿Desea algo vuesa merced?
- He venido desde muy lejos para ver a la hermana Magdalena de la Cruz.
El tono solemne no impresiona a la monja. Parece como si todo el mundo fuera allí a lo mismo.
- Vengo desde Valladolid por orden de don Carlos, rey de España, y por la divina providencia, emperador semper augusto de los romanos. Su esposa, la emperatriz doña Isabel, desea que el contenido de este paquete sea bendecido por la hermana.
Estamos, poniendo imaginación, a mediados de marzo de 1527. Y el contenido de ese paquete, que la pobre monja recoge con manos más que nerviosas, son las ropas para el bautizo del hijo que esperan. El primogénito del Emperador, que si es niño recibirá el nombre de Felipe, y si llega a reinar, lo hará como Felipe II, rey de España, Nápoles, Sicilia y Portugal. Para empezar.
¿Qué hacían las ropas del bautizo de Felipe II visitando un convento que aún existe frente a Santa Marina? ¿Quién era esa monja, por cuya celda habrían de pasar cardenales, superiores generales de los franciscanos, nobles y hasta el mismo nuncio de Su Santidad, Juan Reggio? El nombre de Magdalena de la Cruz, que contaba entonces cuarenta años de edad, se había extendido como una mancha de aceite por toda la cristiandad. Eran tiempos convulsos, en que Roma necesitaba santos, místicos que mediante una relación directa con Dios desacreditaran a los reformadores luteranos. Diez años antes, Lutero había clavado sus tesis en la puerta de una iglesia en Wittemberg y su doctrina había arraigado con rapidez. Fray Luis de Granada tenía todavía veintitrés años. En Ávila, Santa Teresa de Jesús contaba doce años por aquel entonces. San Juan de la Cruz nacería en quince.
Y de pronto, de Córdoba, una oscura ciudad de la alta Andalucía, surgen testimonios de una monja que levita en mitad de la misa, y que hace que la hostia vuele hasta su boca. Que relata apariciones de santos, de almas del purgatorio y del mismo Jesús. Que es capaz de ver el futuro, y de estar en varios sitios al mismo tiempo. Que abre y cierra las paredes del convento a voluntad. Que afirma alimentarse únicamente con la comunión diaria.
Es la hermana Magdalena de la Cruz, nacida en Aguilar de la Frontera. En su historia personal no se sabe dónde empiezan los milagros y dónde terminan las trampas. Dónde termina el Diablo y dónde empieza la lujuria.
A media tarde. el aire le va enfriando la nariz al jinete. Se cubre un poco más el rostro y continúa su camino hacia el oeste, con el sol de cara, intuyendo a contraluz las primeras torres de la ciudad. Pasa un puentecillo sobre el arroyo que dicen del Pedroche y piensa que debería darle un poco de alegría al caballo, levantar polvo y esas cosas, que parezca que viene con mucha prisa cuando en realidad lleva dos días de retraso acumulado desde que pasó Toledo. Tres, si cuenta el que se le fue durmiendo cuando se puso tibio de Valdepeñas en la Venta del Alcalde, allende las umbrías del valle de Alcudia.
El jaco, apretando el trote, salva el arroyo de las Piedras. El camino se ensancha entre las huertas del campo del Marrubial y el jinete vuelve a mandar paso a la montura, entrando despacio y con la cabeza alta por la puerta de Plasencia. Se para. Mira a un lado y otro, y allí no hay nadie que controle el acceso. Confuso, avanza por calles que nunca ha visto. La plazuela de San Lorenzo, Santa María de Gracia. Buen hombre, ¿me puede indicar el nombre de esta iglesia? Zanandré, caballero. Tal y como le dijeron, gira a la derecha en Zanandré, y en un par de minutos está en Zantamarina. Allí, por fin, baja del caballo y pide permiso a un paisano para atarlo a su puerta. El paisano asiente mientras mira cómo abre las alforjas, saca un estuche de cuero y extrae de él un delicado envoltorio blanco de seda.
Ha viajado cien leguas hasta llegar aquí. Hasta el convento de clarisas de Santa Isabel de los Ángeles (el que cinco siglos después la ciudad conocería como San Pancracio), cuya puerta golpea un par de veces. Chirriando, se abre como por arte de magia. Luego comprueba que ha sido una monja minúscula que no levantará más de tres codos del suelo. Ave María Purísima. O buenas tardes.
- ¿Desea algo vuesa merced?
- He venido desde muy lejos para ver a la hermana Magdalena de la Cruz.
El tono solemne no impresiona a la monja. Parece como si todo el mundo fuera allí a lo mismo.
- Vengo desde Valladolid por orden de don Carlos, rey de España, y por la divina providencia, emperador semper augusto de los romanos. Su esposa, la emperatriz doña Isabel, desea que el contenido de este paquete sea bendecido por la hermana.
Estamos, poniendo imaginación, a mediados de marzo de 1527. Y el contenido de ese paquete, que la pobre monja recoge con manos más que nerviosas, son las ropas para el bautizo del hijo que esperan. El primogénito del Emperador, que si es niño recibirá el nombre de Felipe, y si llega a reinar, lo hará como Felipe II, rey de España, Nápoles, Sicilia y Portugal. Para empezar.
¿Qué hacían las ropas del bautizo de Felipe II visitando un convento que aún existe frente a Santa Marina? ¿Quién era esa monja, por cuya celda habrían de pasar cardenales, superiores generales de los franciscanos, nobles y hasta el mismo nuncio de Su Santidad, Juan Reggio? El nombre de Magdalena de la Cruz, que contaba entonces cuarenta años de edad, se había extendido como una mancha de aceite por toda la cristiandad. Eran tiempos convulsos, en que Roma necesitaba santos, místicos que mediante una relación directa con Dios desacreditaran a los reformadores luteranos. Diez años antes, Lutero había clavado sus tesis en la puerta de una iglesia en Wittemberg y su doctrina había arraigado con rapidez. Fray Luis de Granada tenía todavía veintitrés años. En Ávila, Santa Teresa de Jesús contaba doce años por aquel entonces. San Juan de la Cruz nacería en quince.
Y de pronto, de Córdoba, una oscura ciudad de la alta Andalucía, surgen testimonios de una monja que levita en mitad de la misa, y que hace que la hostia vuele hasta su boca. Que relata apariciones de santos, de almas del purgatorio y del mismo Jesús. Que es capaz de ver el futuro, y de estar en varios sitios al mismo tiempo. Que abre y cierra las paredes del convento a voluntad. Que afirma alimentarse únicamente con la comunión diaria.
Es la hermana Magdalena de la Cruz, nacida en Aguilar de la Frontera. En su historia personal no se sabe dónde empiezan los milagros y dónde terminan las trampas. Dónde termina el Diablo y dónde empieza la lujuria.