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jueves, 2 de julio de 2009

La visita

Un manto de estrellas cubre la ciudad. Los días se van haciendo más cortos a medida que se acerca el fin del año 1924. Y Rafaé, el que se asustó cuando el cometa, entiende un rato de meteorología:
- Vasé una jartá frío, Paquillo.
Paquillo le contesta con un escueto "¡Digo!". Y ambos dan una caladita al cigarro.

Paquillo y Rafaé tratan de entrar en calor mientras esperan, de pie como pasmarotes, a la una de la madrugada, en el andén de la estación de Córdoba. Rafaé se da una vueltecita por el interior del edificio y observa, anonadado, cómo frente a la puerta principal, acaba de aparcar un Hispano-Suiza blanco con dos policías en su interior. Se intuye la llegada de un tren, que no hace sonar el silbato de aviso. De hecho, por no hacer ruido, no lo hace ni al frenar, dejando suavemente los dos únicos vagones de pasajeros frente a la estación.

Furtivamente, mirando a izquierda y derecha, bajan dos personas del convoy, sólo dos, dos hombres altos con sombrero y gabardina, que caminan con pasos largos al tiempo que indican a los cordobeses que se encarguen de llevar al coche el ligerísimo equipaje. "Sí, señó", intenta decir Rafaé, pero no llega ni a terminar el "señó", porque le ve la cara a uno de los pasajeros, y reconoce, en mitad de la noche y de incógnito, al Rey de España. "Majestá", añade, mientras se le cae el cigarro de la boca. Alfonso XIII pasa de largo.

Por las callejuelas oscuras de Córdoba, mientras toda la ciudad duerme plácidamente, otras dos almas vagan sin rumbo fijo. Llevan veinte minutos dando vueltas por las calles de San Pedro y San Andrés, aparentemente sin sentido, pero su intención es muy clara. Están jugando al despiste. Piensan que les pueden haber seguido y tratan de dar esquinazo a cualquier curioso indeseable.

Cruzan la Corredera de punta a punta, hacia el Arco Alto, y suben la calle de las Esparterías. De pronto, se detienen en seco. Una de las sombras empuja a la otra, con un rápido movimiento, hacia un rincón. El sombrero caído al suelo descubre un rostro de mujer, joven, inquieta, hermosa. Ha visto el Hispano-Suiza bajar desde la Calle Nueva y girar a la izquierda, y su corazón se ha disparado. Su acompañante intenta calmarla, es un leal amigo que esa noche cumple su enésima misión nocturna.


Continúan su camino siguiendo el rastro del automóvil, que ha desaparecido de la calle en la que entró. Al llegar a la altura de una preciosa mansión, el hombre anuncia que se retira. Ella rechaza su mano y le estampa un beso en la cara, dándole mil gracias por su servicio, antes de golpear la puerta un par de veces. "Buenas noches, le están esperando", fue todo el recibimiento que tuvo.


Córdoba callada, Córdoba lejana y sola, oculta a los ojos de la Villa y Corte, guarda el secreto. Esconde en su corazón, en su mismo centro, la felicidad de un amor consentido por la lealtad de dos mujeres de negro, amas de llaves de las alcobas del Rey. Una es noble, la otra burguesa, son fuertes y tienen sendas familias que dirigir.

En Madrid, dos reinas, madre y esposa, lloran juntas la desealtad del Borbón. En el barrio de San Pedro, mientras tanto, el sol invade la habitación donde también se escribe la historia de este país, la que no circulará en los periódicos sino en los mentideros, la que sólo podrá contarse escondida entre dobles sentidos y medias palabras.

El Rey saluda con una sonrisa al servicio y pregunta por la señora de la casa. Le comunican que ha salido temprano, para mayor tranquilidad de Su Majestad. Al otro lado de la calle, como cada mañana, el ajetreo del negocio se desarrolla ajeno a su presencia, y esto le agrada. Se siente libre.

Se sienta a desayunar, coge el periódico y, antes de que su acompañante asome por el pasillo, pregunta en voz alta:
- ¿Me ha reclamado ya, la Reina?
Sin saber por qué, encuentra ingeniosa la frase, y decide guardársela para otra vez.

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Evidentemente, este es un relato de ficción. Ni por asomo se quiere dar a entender que, en la vida real, dos de las familias más señaladas de la Córdoba alfonsina estuvieran al tanto de su relación extramatrimonial, ni que su amante visitara en algún momento la ciudad. Hubo visitas privadas de Alfonso XIII, lo demás es imaginación.

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