A todos los que algún día pasaron por aquí y, en especial, a los personajes de este cuento.
* * *
Aunque te encubra el hueco de la tumba,
yo no puedo esconder mi amor por ti.
He ido a tu casa, movido de nostalgia,
después que el tiempo rodó y pasó sobre nosotros,
y al hallarla desierta y vacía,
mis ojos han vertido por ti amargo llanto.
Ibn Hazm de Córdoba, "El collar de la paloma", siglo XI
No sé cuánto vive una palmera. Cincuenta, cien años, quizás, de modo que seguramente no fuera el mismo árbol que plantó el primer emir de la Córdoba independiente, Abderramán I, con aquella semilla traída de Siria (ay), y con el que compartía sus confidencias y sus penas de emigrante. Pero nuestro hombre tampoco sabía cuánto vivía una palmera y, como era costumbre en él, optó por el romanticismo.
No podía ser la misma palmera, digo, aquella bajo la que Alí Ibn Hazm se recostaba a la sombrica (el diminutivo se le pegó en Almería) en aquel mes de mayo de mediados del siglo XI, pero él pensó que sí. Ibn Hazm, uno de los más importantes historiadores y poetas de Al Andalus, contaba cuarenta y tantos años. Póngale usted barba y turbante, si quiere, para irse metiendo en la historia. Hacía unos quince años que no pisaba la ciudad y ahora la contemplaba en la lejanía, desde el antiguo palacio de la Arruzafa en las colinas del norte, sin atreverse del todo a empezar la última etapa de su camino de regreso. Dio un paso, y bajo sus pies se chafaron un par de dátiles. A su edad, Ibn Hazm debería ser ya uno de los personajes más importantes de Córdoba. No en vano, era hijo de uno de los principales altos cargos del califa Hisham II y se había criado en la corte del visir Almanzor, más o menos durante el cambio de milenio.
Probablemente habría llegado a visir si no se hubiera ido todo al garete en la interminable guerra que desmembró y, finalmente, destruyó el Califato entre los años 1009 y 1031, debido a la ambición del propio Almanzor y sus descendientes. Árabes, bereberes y cristianos se aliaron y guerrearon divididos en reinos, ciudades y tribus, con tal saña que parecían querer desmentir a los que siglos después no les considerarían a todos ellos como verdaderos españoles. La mayor ciudad de Europa fue atacada y asediada una y otra vez, sus palacios fueron saqueados, lo que quedaba de sus bibliotecas fue quemado y los nombres de los califas se sucedieron sin que nadie volviera nunca a recuperar el control real sobre el antiguo imperio cordobés. En alguna ocasión Ibn Hazm, retornando de su exilio intermitente en el Levante, apostó por aspirantes al trono pertenecientes a la legítima familia real, los Omeya, pero todos esos intentos fracasaron miserablemente.
Corrían ya los años cuarenta y el panorama había cambiado. El reino de Toledo contenía a los leoneses en el norte, y en el sur poco a poco se establecía un nuevo equilibrio en torno a la taifa de Sevilla. En Córdoba, hartos de la guerra, los ciudadanos habían dado el poder a una de las pocas familias a las que aún respetaban. Se estableció un consejo de sabios para regir la ciudad, algo parecido a un senado, y Córdoba se convirtió en una de las primeras 'repúblicas' en existir en la historia de la Península: la república de los Banu Yahwar.
El nuevo ambiente de paz y relativo renacimiento atrajo a Ibn Hazm. Sin renunciar a su vida seminómada, quiso hacer una última visita a su tierra, donde siempre tuvo más enemigos que amigos. También es verdad que, durante las últimas décadas, ambos colectivos se habían dedicado a matarse entre ellos hasta dejar a Ibn Hazm tan falto de amenazas como de compañía. Uno de los pocos amigos que le quedaban, según había oído, era un artesano cristiano de la Axerquía llamado Ludovico.
Ibn Hazm caminaba por la enorme llanura, cubierta de matorrales, que medio siglo atrás fueran los arrabales occidentales de Qurtuba. Durante la guerra, indefensos ante los soldados bereberes, los pobladores se habían refugiado tras las murallas abandonando sus casas, de las que en muchos casos ya sólo quedaban los arranques de los muros. Se detuvo a observar a una muchacha que cavaba junto a las ruinas. Apenas a unos centímetros bajo el suelo, en un estrato de hollín, sangre y vergüenza, apartaba con cuidado pequeñas piezas. Algunas, las que no parecían interesarle, las arrojaba al camino por encima de su hombro, y una de ellas cayó a los pies del poeta. Era una moneda de los tiempos de Almanzor, como las que él mismo guardó en las huchas de su infancia. Miró confuso a la muchacha y pensó en voz alta.
-Esto es una moneda.
Ella se detuvo un instante y se volvió; examinó a Ibn Hazm y le sonrió.
-Puedes quedártela.
Sin un motivo concreto, él se agachó y se guardó el dinar. Dudó si seguir su camino, pero le mordía la curiosidad.
-Si no buscas monedas, ¿qué buscas?
Ella se giró de nuevo y sonriendo aún más, le dijo:
-Joyas. Joyas antiguas.
Ibn Hazm le miró a los ojos y supo que, a la vez, mentía y decía la verdad. No actuaba como una saqueadora. Había algo de ironía en su respuesta y su expresión, pero no parecía querer hablar, y él respetó su misterio.
-Suerte -concedió él.
Y siguió andando.
A medida que se acercaba a la muralla, la proporción de casas en pie iba aumentando. Puede que algunas hubieran sobrevivido al fuego, o puede que los cordobeses hubieran empezado de nuevo a sentirse seguros viviendo extramuros. Un pequeño mercado aglutinaba a la gente bajo el sol de mayo, no lejos de la monumental puerta de Amir que se abría en la muralla. Frente a la puerta, formada por dos enormes columnas romanas y un dintel de mármol, un puentecillo permitía salvar el arroyo que bajaba de la sierra hacia el Guadalquivir. Algunas tiendas se disponían en círculo, en torno a unas ruinas que levantaban apenas un metro del suelo, y que debían ser restos de algún enorme edificio de la antigüedad, con una curiosa forma cilíndrica.
Ibn Hazm empezó a caminar más despacio, prestando atención a los mercaderes. Había mucho más género que la última vez que paseó por allí, las huertas se habían recuperado y los artesanos, de nuevo, podían dedicarse más al barro que al hierro. Un poco escondida en la segunda fila de tiendas, había una con un puñado de curiosos artilugios de madera, vidrio y forja, pero sobre todo cubierta de dibujos y muestras de caligrafía. Algunos diseños imitaban, distorsionando la forma de las letras, el propio concepto que describían. En el caso de los seres vivos, esto bordeaba los límites de la ley islámica. Los bordeaba por el lado de dentro, para no provocar en exceso a los alfaquíes, y la mano que conducía los trazos dentro de ese margen pertenecía a Ludovico. Por primera vez en varios días, el poeta sonrió.
Ludovico conversaba animadamente con un joven de aspecto germánico, ojos claros y barba rubia. Ibn Hazm se acercó despacio, sin que ninguno de los dos reparara en él. Discutían sobre la necesidad de árboles de sombra en la zona donde se celebraba el mercado cada semana. El germano insistía en que deberían plantarse árboles que, aunque crecieran más despacio, vivieran durante décadas y fueran resistentes al clima andaluz. Le parecían bien las palmas, pero soñaba con sembrar el paseo de alcornoques o encinas como las de las dehesas del norte. Ludovico le dijo que eso estaba muy bien, pero que el Consejo probablemente pondría unos lienzos de tela de mala muerte, encargados y pagados al cuñado de uno de los miembros. Lo decía medio en broma, medio en serio, un poco por hacer rabiar al germano, y efectivamente al chico se lo llevaban los djinn cuando oía esas cosas.
Fue entonces cuando Ibn Hazm puso la mano en su hombro. Ludovico se giró y se le iluminaron los ojos. Se diría que estuviera viendo una aparición. Se abrazaron, Ibn Hazm le tomó las manos y le bendijo a él, a su madre, a su abuela y a todo su ADN mitocondrial hasta los tiempos del rey Rodrigo, Ludovico se emocionó y le preguntó que dónde carajo se había metido todo ese tiempo, que la guerra había acabado hacía años y que nunca supo a dónde enviar sus cartas y sus grabados. Le presentó al joven, Asfur, que no era sino su aprendiz, y la puesta al día entre los dos amigos avasalló al chaval. Fue una avalancha de nombres y de anécdotas de tal calibre que parecía que ambos personajes conocían toda la ciudad, desde los palacios a los cementerios (aunque estos dos sectores últimamente solían solaparse). Asfur se despidió educadamente y le dijo a Ludovico que le vería más tarde en su casa. La charla se prolongó bajo el sol atorrante.
-No es mi intención estar aquí muchos días. Quiero respirar este aire una vez más y luego volver al levante.
-Podrías quedarte, Alí. Los Yahwar no te molestarían, podrías empezar de nuevo. Mi casa es la tuya.
-No, no. Demasiados recuerdos y demasiados enemigos. Sabes que perdí a muchos a quien amaba, y que las espadas que les mataron aún están en los baúles de esta ciudad, limpias y cuidadas.
Muchos días amargos se agolpaban en la memoria del poeta. Aquellas espadas relucieron durante años, en la guerra y en la traición. Relucieron el día en que todo se perdió, el día en que Abderramán V, después de sólo un mes y pico de califato, fue asesinado en las salas de baños del Alcázar. Después de él ya no quedó esperanza para la familia real, omeyas contra omeyas enfrentados en la rápida cuesta abajo de los años veinte. Esa noche, la multitud tomaba las calles de nuevo mientras Ibn Hazm y Ludovico se escondían en el sótano de una casa junto a la puerta de Almodóvar, lamentando vivir en el día de la marmota de las revoluciones andalusíes.
-¿Has venido por eso?
-En parte.
Ludovico sabía que Ibn Hazm no era un hombre de venganzas. Pero era un hombre de vivísima memoria.
-No hagas ninguna locura, Alí.
-No la voy a hacer. No he venido a buscar sangre.
-No alcanzo a comprenderte. ¿Qué has venido a buscar?
-Una joya antigua, amigo.
-¿Qué joya? ¿De qué hablas?
Se le acercó y le contestó al oído. Ludovico no daba crédito a lo que escuchaba. Sonrió.
-Pero... pero eso es maravilloso. Yo lo vi. Lo tuve en mis manos. Siempre me pregunté si...
Ibn Hazm continuó la confidencia unos segundos más.
-¿Y dónde?
Una última retahíla de susurros, antes de que ambos callaran y se miraran.
-Pero Alí... ya no se puede entrar ahí. Nadie ha vuelto allí desde aquel día.
-Por eso te necesito. Y una vez que lo haya conseguido, ya no tendré motivos para volver a esta tierra de fantasmas.
Ludovico conocía a toda Córdoba. Sabía dónde encontrar una remota posibilidad de auxilio para su amigo, y no dudaría en ofrecérsela. Sabía a qué puerta debían llamar.
-Por un fantasma, has venido hasta aquí.
-Así es. Y he de bajar a buscarle, levantarle y llevarle conmigo.
El cristiano puso su mano en el hombro de Ibn Hazm.
-Y yo he de acompañarte aunque acabemos ambos en el mismo infierno.
Engancha, maravilloso
ResponderEliminarUn abrazo