A veces las vemos como ingenuos relatos de tiempos pasados, pero las leyendas de una ciudad también llegan hasta nuestros días. Reflejan los miedos de cada época y, cuando están en su contexto, se revelan inquietantes.
De modo que será mejor desprenderse de todo temor, que tan bien saben aprovechar en ocasiones los “profesionales del misterio” como Lorenzo Fernández Bueno, de quien está tomada toda la información de esta historia, para ser capaces de observarla entre el respeto al testimonio y el espíritu crítico. Comienza la historia que, tras varias visitas a Córdoba, hizo pública el periodista.
Antonio Alameda Juárez, que ahora debe tener unos cincuenta años, era definido por el informador en el momento de los hechos como joven empresario, en una ocasión, y en otra como policía retirado en una familia de fruteros. Dado que su apellido es tan cordobés como inventado, supongamos que ambas cosas son compatibles o, de lo contrario, fruto del interés en el anonimato, que impide también saber la ubicación de su casa.
Vivía entonces con sus padres, Faustina y su marido, del que no da nombre, su esposa Fedra y su hijo Toñín, así como con su perro. El abuelo, tras un tiempo enfermo, murió el día 15 de enero de 1996, y su nieto no lo duda cuando afirma que “murió de miedo”. No cesaba de repetir que veía sombras entrando y saliendo del armario de su habitación, aunque todos lo tomaron por un producto de su dolencia.
No lo asociaron con el relato de una sobrina que ya había contado que, una vez, limpiando el cuarto de baño, le había volado de las manos la fregona, rompiéndose en el aire su palo de madera. Fue tras el fallecimiento cuando se dispararon los fenómenos. Los cuadros en el salón y el pasillo aparecían “en posiciones inverosímiles” (sic), los objetos se caían solos de las estanterías y el perro pasaba a toda velocidad por las zonas en que a veces parecía ser zarandeado y golpeado. Olores repugnantes invadían la casa antes de cada episodio, un fenómeno descrito repetidamente y conocido como osmogénesis.
A pesar de estos y otros sucesos, la familia tomó una determinación: convivir con ellos. Fuera por miedo, aplomo o por no tener otra alternativa, optaron por la naturalidad a la espera de que remitieran. Por lo visto, nada más lejos de lo que ocurrió: tal y como afirmaba el abuelo, se veían sombras por el pasillo, algunas altas y fuertes, otras más pequeñas, moviéndose ajenas a la vida familiar que se desarrollaba en el salón.
Hasta el día en que empezaron los fuegos. Las cortinas ardían desde el centro, según la mujer sin dar sensación de calor. Un día, al terminar de comer, empezó a llenarse el pasillo de humo negro, procedente del armario de la habitación del abuelo, que estaba en llamas. La casa de sesenta metros cuadrados se debió convertir en un infierno, y llegaron la policía y los bomberos. Ella, presa de los nervios, gritó: “¿Quién quema mi casa?”. Él, probablemente, bajó al quiosco, pidió una revista de esas de fantasmas e, histérico (según su interlocutor), llamó por teléfono a la redacción.
joder, ke interesante....
ResponderEliminaruhmmm... misterio en Córdoba... ¿Quién lo diría?
ResponderEliminarAnimo con el blog, que es muy interesante.
es muy extraño, en Colombia también sucedió algo similar con un espíritu que quema las cosas.
ResponderEliminarLéanlo uds mismos
http://www.caracol.com.co/noticias/405814.asp