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viernes, 8 de febrero de 2008

La malaria de 1785

Cuando el agua de las lluvias de abril comenzó a ser templada por el sol, a su paso por los barrios de Santa Marina y San Lorenzo, comenzó a gestarse una amenaza para la ciudad. Los mosquitos Anopheles se reprodujeron en el casco urbano, del mismo modo que lo hacían por todo el país, y a los pocos días se dieron los primeros casos de las llamadas, por su sintomatología, “fiebres intermitentes”: malaria.


Al producirse los primeros muertos, ante el desconocimiento de la causa última de la epidemia, se temía a los miasmas o vapores tóxicos que pudieran exhalar, pero nadie prestaba atención al foco principal de la enfermedad: el arroyo de la Axerquía.


Aunque ya en 1785 tuvo que cerrarse la iglesia de Santa Marina por la abundancia de enfermos que habían sido enterrados en el cementerio parroquial, tras el ábside del templo, en 1786 se recrudeció la epidemia. Hasta 12.000 personas enfermaron, muriendo algo más de 1.200. Los Hospitales del Cardenal Salazar (hoy Facultad de Filosofía y Letras), Misericordia y Jesús Nazareno se llenaron de infectados, y mientras que en barrios muy populosos como San Pedro y San Miguel murieron en sus casas una cincuentena de personas, en San Lorenzo y Santa Marina las cifras se dispararon por encima del centenar.


Fue por ello por lo que, cuando la epidemia comenzó a remitir a mediados de noviembre, se fijaron los ojos del Ayuntamiento sobre el arroyo, proyectándose y ejecutándose tres años después la obra de cegado de su cauce, empedrándose las calles y desviándose el curso de agua por el exterior de la ciudad. Por fortuna, no fue necesario esperar a que comenzaran las obras para atajar el mal, ya que el paludismo no regresó la primavera siguiente.

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