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lunes, 28 de enero de 2008

Don Juan, el último bohemio

En una ciudad moderna en la que las personas se reducen a puntos en movimiento, en que miles de coches aturden los sentidos, en que repetitivos bloques de pisos-colmena se levantan en Poniente, se hace más necesario conservar, admirar y conocer lo poco que va quedando de singular y único.

Con su sombrero calado, con su corbata de seda, Juan sale de su casa por la mañana atrayendo las miradas. El lo sabe y se recrea, se ajusta la pluma que le adorna la cabeza y enciende la primera pipa. Córdoba tiene el alminar de la Mezquita que asoma entre los tejados, los coches de caballos que destacan entre los atascos y a Juan Pérez Latorre, con su ropa que muchos consideran pintoresca, paseándose despacio, con elegancia, entre señoras de domingo y gañanes en camiseta, camino de su taller en Marroquíes, seis. Y si le da la gana, dando un rodeo, pasa por la Malmuerta y se queda un rato de pie, dejándose ver, marcando su territorio que es toda esta ciudad.

Sastre, modisto y, sobre todo bohemio. Su codo ha tenido hueco y conversación en todas las tabernas del centro, empezando por las de Santa Marina, y sus dominios se extienden por San Agustín, donde algún caminante sin prisa puede haber reparado en la foto suya que asoma en una puerta.


Valenciano convertido en cordobés, Juan florece en mayo, cuando el color y la gente inundan la casa patio, y él apura su trabajo pendiente para las fiestas porque no quiere, por nada del mundo, perderse el día en que el pueblo le reconoce como único: la becerrada de homenaje a la mujer cordobesa, en la que entra con ropa femenina, ante la sorpresa de las menos avisadas.


Más allá de lo que nos pueda contar sobre él un artículo de prensa pegado en una puerta, la alegría de tenerle en el barrio pasa por la sorpresa constante que supone verle con un traje nuevo, llenando de color la calle Moriscos y resistiéndose a la invasión de la monotonía desde su trinchera de agujas, rosales y macetas de la calle Marroquíes.

1 comentario:

  1. Pasé tres años viviendo en la avenida de las ollerías y cada mañana me cruzaba en la calle Cárcamo con este personaje dicharachero que pipa en boca paseaba tarareando alguna cancionilla. Ahora que vivo en un bloque de pisos del Arroyo del Moro siempre hecho de menos su visión, que me hacía creer que vivía en una ciudad con clase, todavía original, y lejos de los Pryca y Springfield que yo tanto frecuento.

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