Al fondo, cae el atardecer oscuro sobre Córdoba. En primer plano, llena de luz, la mirada firme de María Teresa López, que se sabía desde hacía años el objeto de deseo de Julio Romero de Torres, y que aun así seguía accediendo a posar durante horas para sus retratos, entendiendo quizás que se aseguraba, de este modo, quedar en la memoria y en la retina de todos los cordobeses.
Es 1930, primeros meses, y el pintor sabe que no le queda mucho tiempo. Dicen que refleja su propia angustia en los ojos de la mujer morena, que el entorno tenebroso del cuadro no es sino el sentimiento que le atenaza. Y tarde tras tarde, en su estudio de la plaza del Potro, se aferra a aquello que mantiene encendido su corazón.
Entre continuas interrupciones de su recelosa mujer, que eran agradecidas con alivio por la propia Chiquita, y que malhumoraban al maestro, pasaban los trazos y los días, y el hombro de María Teresa se estremecía de frío en aquellas últimas semanas de invierno.
Invierno que, para ella, duró toda la vida, por la tristeza y el dolor que le causaron los rumores, la incomprensión y la maldad que amargaron sus días tras posar para el pintor. Cuando los ojos de María Teresa se cerraron en 2003, muriendo mayo, esta ciudad se perdió un poco a sí misma, sin haberse conocido, sin haberse confesado lo que una parte debía a la otra. El sacrificio de la Chiquita Piconera fue dar su vida y su alegría por ponerle rostro a nuestra tierra.
Gracias por ilustrarnos con las cosas de nuestra tierra...
ResponderEliminarEste artículo es sencillamente ¡MAGNÍFICO!