Quince años, que no son quince días, por culpa de los alfaquíes de Córdoba. Quince años sin poder contemplar su más bello recuerdo, y a la vez el más doloroso puñal en su memoria. Al emerger de entre las más estrechas calles del sur de la Medina, se encontró frente a ella. La Mezquita de Córdoba, construida trozo a trozo durante doscientos cincuenta años, cuatro veces acabada y tres veces vuelta a ampliar. El sol del oeste se reflejaba en las bolas del yamur que coronaba el enorme alminar, las palomas volaban en torno a la torre y descansaban en el alféizar de las ventanas con arcos de herradura, cerradas sólo por celosías de madera. Ibn Hazm se dio el gusto de derramar un par de lágrimas al acercarse al muro de la Mezquita. Si has hipotecado tu vida en honor a la familia Omeya, y no lloras al ver la Mezquita de de Córdoba después de quince años, es que no eres persona.
Pasó la mano por la áspera superficie de arenisca, fijándose en las pequeñas conchas fosilizadas que aparecían aquí y allá, embebidas en la piedra. La pared se antojaba interminable al verla descender en dirección al río. Casi llegando a la esquina suroeste, el pasadizo que comunicaba el Alcázar y la Mezquita se deslizaba sobre la calle, sostenido por dos grandes pilares. Entró en el patio, disfrutando del verdor de la arboleda, naranjos y palmas, sin querer mirar aún a su derecha, como retrasando el inmenso placer de la contemplación del interior del templo. Dio aún unos pasos más, pero no pudo resistirse, y giró la cabeza. El muro norte de la mezquita era una pared ficticia, arquitectura del vacío. Sólo una sucesión de enormes arcos que desvelaban sin reservas el tesoro de su interior: el maravilloso, interminable bosque de columnas que bailaban caprichosamente a los ojos del visitante; que parecían agolparse sin ton ni son, fila tras fila, hasta que el poeta avanzaba unos pasos y, de pronto, se ordenaban en líneas perfectas hasta donde alcanzaba la vista. Decenas, cientos de ellas, sosteniendo las dobles arcadas rojas y blancas y llenando el espacio en todas direcciones. Aquello no era una sala de oración, era algo más. Era el cofre del alma de Al Ándalus. Toda Córdoba era el templo, y aquella mezquita era su sagrario, su corazón latiente con cada salida del sol. Ibn Hazm tocó una de las frías columnas. Se asomó a la nave principal que conducía al mirhab y, al fondo, vio las teselas doradas del mosaico brillar a la luz de las lámparas. Pensó que aquello era sólo un símbolo, que en realidad era la gloria de los califas lo que seguía brillando allí.
Porque Ibn Hazm fue un legitimista durante la guerra civil cordobesa. Es decir, siempre apoyó el retorno de los omeyas, la dinastía de los abderramanes y alhakenes, de los emires y califas desde el siglo VIII. Un par de veces, durante los largos años de la fitna, algún miembro de la familia real reclamó a Ibn Hazm su apoyo para el restablecimiento del poder omeya en la capital. Y las dos veces los aspirantes al trono le encontraron a su lado, dispuesto a perderse en la causa perdida, a tragar cárcel por ellos y a ser un nostálgico antes que un advenedizo. Ninguno de esos intentos funcionó, e Ibn Hazm se resignó a la irrelevancia política primero, y al exilio después, en una vida itinerante que ya había conocido en los primeros años de la guerra.
Acariciando de nuevo las paredes, salió de la Mezquita. Tomó una hoja de naranjo y la dobló varias veces, impregnando la mano con su olor. Paseó por el patio y se detuvo más o menos en el centro del espacio abierto, quizás algo más al este. Bajó la vista a la rejilla metálica en el suelo, por la que se intuía un espacio vacío bajo el adoquinado. Tanto de Córdoba había para Ibn Hazm sobre la tierra como debajo de ella.
* * *
Soplaba viento de levante y olía a mar. La luz de las velas temblaba y los visillos invadían la habitación. El poeta escribía con frenesí, en lo más profundo de la noche, sin descanso, derramándose sobre el basto pergamino. Añadía hoja tras hoja a la inmensa pila en el suelo junto a su mesa. Escribía como si le vinieran cortas las noches, como si se escondiera del sol para poder hacerlo.
Exhalo amor de mí como el aliento,
y doy las riendas del alma a mis ojos enamorados.
Tengo un dueño que no cesa de huirme;
pero que, a veces y de improviso, se siente generoso.
Lo besé queriendo aliviarme;
pero la sequedad de mi corazón no hizo sino crecer.
Son mis entrañas como un seco herbazal
donde alguien arrojó un tizón ardiendo.
* * *
La luz de la tarde apenas tocaba ya el suelo de las callejuelas. Ibn Hazm había dado un rodeo para ver la Mezquita, en su camino del mercado a la casa de Ludovico, en parte para darle tiempo a terminar su jornada y recoger su tienda. Caminando hacia el nordeste, Ibn Hazm iba reconociendo casas y recordando anécdotas. Pasó su mano por una fría columna romana empotrada en una esquina, y sintió cómo sus dedos rozaban la inscripción. Pocos metros más allá, alguien a su lado le sobresaltó. Era la muchacha de los arrabales, caminando más rápido a su derecha.
-Paz -saludó Ibn Hazm.
-Hola -contestó ella, aflojando algo el paso.
-¿Has encontrado ya todas las joyas que buscabas?
Ella se rió.
-No, hoy no he encontrado ninguna joya. Pero el martes fue un buen día, encontré un pequeño anillo en las ruinas del barrio que llamaban de Tercios.
Un barrio cristiano, recordó él para sí.
-¿Y volverás a esa casa?
-Sí. Volveré para enterrar el anillo.
-¿Cómo? ¿Vas a dejarlo allí? ¿Para qué?
Rebuscó en una pequeña bolsa y sacó un anillo de plata con una piedra verde, opaca, engastada en él.
-Porque no es mío. ¿Por qué iba a quedármelo?
La ironía se estaba yendo un poco de las manos y esta vez Ibn Hazm no contestó. Que se explicara si quería. Quiso.
-Lo encontré junto a un puñado de monedas de Alhakén. Lo llevé a mi taller y saqué un molde, la semana que viene intentaré hacer una copia si encuentro una piedra parecida.
La cabeza del poeta entró en ebullición. La memoria de esa pieza se iba a perpetuar en las manos de una orfebre, sin robo, sin trampa. Los libros y los objetos que perviven como ideas, saltando de forma en forma a lo largo de los años y las guerras y las vidas de los artesanos. Unos versos volvieron aquel día a su mente,
Y es que aunque queméis el papel
Nunca quemaréis lo que contiene,
puesto que en mi interior lo llevo.
Le ofreció un trato a la mujer.
-Te compro ese anillo.
-No es mío para venderlo. Te venderé la copia.
-Te lo cambio por el dinar que me diste ayer, entonces. No creo que te importe volver a enterrar una cosa o la otra.
A ella le gustó la idea, así que hicieron el trato. El viento corría calle arriba y tiraba de la túnica de Ibn Hazm.
-Me han dicho que mañana va a llover.
Él se tensó y le cambió la cara.
-¿Quién te ha dicho eso? -quiso saber.
-Un amigo. Estudia los vientos y las señales del cielo, y me ha dicho que mañana lloverá. No creo que pueda ir a los arrabales. Quizás en varios días, según él.
Ibn Hazm estaba ahora vivamente alarmado. Sudaba más que el Califa en Simancas.
-Me... me gustaría poder hablar con tu amigo. ¿Crees que sería posible?
-No veo por qué no.
Continuaron andando, juntos ahora, hacia la Axerquía. Ganub, pues ese era el nombre de la muchacha, sería bienvenida esa noche en la casa de Ludovico. El poeta se sentía con derecho a invitarla. No era él el anfitrión, pero suyo era el secreto sobre el que iban a discutir.
La casa era pequeña pero digna. A cinco minutos a pie de la muralla de la Medina, esta vez en el lado oriental, Ludovico dibujaba, escribía y construía sus juguetes de madera, mientras cuidaba de las flores de su pequeño patio. Se inspiraba en los jardines de un palacio cercano para conseguir nuevas variedades cada temporada.
Asfur, el aprendiz, fue el último en llegar, siendo ya noche cerrada. Llamó a la puerta y fue invitado a sentarse con los otros tres. En un cuarto sin ventanas, el más discreto de los que Ludovico podía ofrecer, varios vasos medio llenos eran toda la decoración de la mesa. Le presentaron a Ganub, y trató enseguida de captar el sentido de la conversación que había interrumpido. Ludovico se dirigía a Ibn Hazm.
-Alí. Sólo hay una familia que puede ayudarnos a bajar allí. Si hay alguna entrada, los Banu Gamir la conocen mejor que nadie. El mayor de los hijos me dijo hace años que estaba intentando volver a abrir los viejos túneles.
-Pero incluso aunque lo hubiera logrado, no podremos hacerlo si llueve. Sabes que las galerías se bloqueaban con cada tormenta.
-No podremos hacerlo si llueve -repitió, asintiendo-. Hay que hacerlo antes o resignarse a esperar a que las aguas vuelvan a bajar y los túneles queden libres.
-Y según Ganub, lloverá durante días.
Ludovico sonrió.
-Cuánto y por cuántos días lloverá, es algo que nunca he visto predecir con certeza. Estamos en manos del destino.
-Mi amigo -objetó Ganub- os puede dar esa respuesta. No sería la primera vez que lo hace. Me dijo que mañana, a la tarde, empezaría la tormenta, y que continuaría toda la semana.
Ibn Hazm y Ludovico se miraron entre sí.
-Alí, ve con ella a ver a ese muchacho, mañana al alba. Que os diga lo que sepa. Tú sabrás bien si debes o no creer sus palabras. Asfur y yo iremos a ver a Ibn Gamir. Nos encontraremos aquí al mediodía y tomaremos una decisión.
Esta vez, fueron el aprendiz y la chica quienes se miraron.
-Aún no sabemos a dónde pretendéis ir, ni cómo, ni por qué.
Ibn Hazm rellenó su vaso. Se puso de pie, vino en mano, y empezó a caminar despacio por la oscura habitación. A su paso, la débil llama del candil tembló hasta estar a punto de extinguirse.
-Esta ciudad tiene una mitad sobre el suelo, y otra mitad bajo él. Por ejemplo, hay más cordobeses bajo tierra que sobre ella, desde la guerra. Las maqabir, los cementerios, están a rebosar. Se extienden más allá de los arrabales donde antes vivieron sus inquilinos. Pero de entre todas las tumbas que existen alrededor de Qurtuba, sólo una la cubrí y la marqué con mis propias manos.
Asfur y Ganub bajaron los ojos, Ludovico los alzó y miró al poeta.
-Se llamaba Liyún. Le decían Al Ifriqi porque muchos pensaban que había nacido en Marrakech, pero era más de Qurtuba que el propio Califa. Nos conocimos en los primeros años de la guerra civil. Éramos muy jóvenes y habíamos vivido entregados al estudio, preparándonos para un mundo muy distinto al que la guerra había traído. Yo, para vivir al lado de los gobernantes. Él, para criticarles sin piedad. Varios hombres y mujeres han ocupado mi corazón, pero él fue el primero de todos.
»Cuando murió mi padre, a los cuatro años de empezar la guerra, me vi obligado a dejar los palacios y a marchar al este, condenado a vivir recibiendo noticias de la ruina del imperio. Estuvimos años sin vernos. En mi años de Játiva, entendí que sólo había sido un encuentro de juventud, y pasé simplemente a recordarle con cariño. Al regresar a la ciudad con Abderramán V, fuimos buenos amigos. Tú debías ser sólo un niño -dijo, dirigiéndose a Asfur- cuando le mataron.
Asfur reunió todo su valor para interrumpir el soliloquio.
-¿Por qué le mataron?
-No era necesaria una razón para matar, aquella noche. Aun así, Liyún había dado muchas durante toda su vida, a todo el mundo. Decía lo que nadie se atrevía a decir, consideraba que la ofensa era un derecho en una sociedad libre. A veces decía cosas que ni siquiera creía, sólo porque consideraba que alguien necesitaba escucharlas y ofenderse.
-Un provocador.
-Un provocador convencido. Provocaba por igual a los tiranos y a muchos que creían en la libertad, porque siempre iba más allá de lo que, según ellos, debía permitirse a un hombre libre. Así que ni siquiera supimos nunca quién empuñó la espada.
-Él era necesario en esta ciudad -intervino Ludovico-, y lo seguiría siendo ahora. Se pasó toda la guerra hablando en las plazas. Ayudó a mucha gente a superar el miedo de aquellos días.
-¿Y cuándo ocurrió?
Hubo un instante de silencio. Ibn Hazm respondió.
-El día en que asesinaron a Abderramán V. La revuelta estalló, según muchos, por la subida de los tributos. Hubo un tumulto enorme en toda la ciudad, gente con armas en las calles y un asalto al Alcázar. Yo estaba con Ludovico en el mercado cuando llegó el rumor de lo que había ocurrido, y corrimos a escondernos. Cuando salimos de nuestro refugio, no había forma de saber quién, de entre los partidarios del Califa, había sobrevivido a la revuelta. Tuvimos que ir casa por casa, pero yo no pude encontrar a Liyún en la suya. Al día siguiente me llevaron hasta su cuerpo. Yo mismo le enterré.
Nadie movió un párpado, ni siquiera Ludovico. Las almas estaban en carne viva. Ibn Hazm seguía de espaldas a la mesa, mirando a la pared. Bebió un poco de vino, y dejó que pasara el tiempo necesario para que, sin que se rompiera el silencio, las preguntas tomaran forma en el aire de la habitación.
Y el poeta les contó lo que había venido a hacer a Córdoba. Hubo tanto que contar, que la noche envejeció y los espíritus rejuvenecieron, que los vivos estaban agotados y los muertos parecía que volvían a vivir. La historia del exiliado se abrió, cristalina, ante sus compañeros, que entendieron por fin su obra, su camino y su misión.
* * *
Da vueltas el espectro en torno al enamorado anhelante,
que, si no fuese porque espera la visita del fantasma, no dormiría.
No os asombréis de que se oriente en la sombría noche:
su luz ahuyenta las tinieblas en la tierra.
2 comentarios:
Al igual que la primera Un relato digno de ser publicado en papel.
Un abrazo
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